La hora de la indignación

Las revelaciones públicas sobre posibles hechos de violencia por parte del expresidente Alberto Fernández hacia su ahora expareja Fabiola Yáñez, se suman a la causa de los seguros para dar un cariz escandaloso a la gestión anterior y empañar la imagen pública de honestidad que proyectaba Fernández. Lo que contribuye a fortalecer la sensación de cambio de época generada por el gobierno libertario de Milei y, de paso, justifica y confirma sus diatribas contra la casta política. Es un clima enrarecido, con efluvios de podredumbre, en el que a los sentimientos de ansiedad frente el futuro y angustia por la situación económica, se agrega ahora la indignación moral.

La hora de la indignación
El expresidente Alberto Fernández fue acusado de violencia de género por su exesposa Fabiola Yáñez.

Desde hace mucho tiempo la corrupción es una de las preocupaciones centrales de los argentinos, en el podio de las inquietudes junto a la economía y la inseguridad. Es una sensación generalizada, una percepción extendida a nivel social, pero que tiene fundamento en una multitud de irrefutables hechos de corrupción de los últimos gobiernos, de los que son testimonio la gran cantidad de procesos iniciados en los últimos años, varios con sentencia condenatoria: Boudou, Jaime, De Vido, Cristina Fernández bastan para ejemplo. Vemos corrupción en todos los niveles de la administración pública, políticos que en la función pública se enriquecen a costa de los bienes del Estado, con la habitual complicidad de privados –los contratistas del Estado, los empresarios prebendarios-, funcionarios que incumplen sus deberes, o que llegan al Estado procesados por delitos del ámbito privado o, peor aún, los cometen desde la función pública. Algunos son procesados y condenados; otros logran esquivar la justicia o se amparan en la eterna dilación de su accionar. Pero, de Alfonsín en adelante, nadie se ha salvado de la sombra de la corrupción.

Este problema nos habla de la estrecha relación entre la ética y la política, negada por algunos, pero siempre vigente. La política persigue un bien que es común a todos quienes conforman la comunidad, por eso está ineludiblemente relacionada con la ética, que es la ciencia del bien. La relación, aparentemente sencilla, esconde el problema de la ética no ya de la política sino de los políticos. ¿Puede quien obra mal en su vida personal hacer el bien en el ámbito público? Dicho de otra manera, ¿un gobernante inmoral en su vida privada, puede tomar buenas decisiones que contribuyan a la consecución del bien de su comunidad? La respuesta es compleja. Si bien desde la perspectiva clásica la respuesta en principio sería no, puede darse que un gobernante que no está dotado de virtudes morales sí posea aquellas propias de la política, y pueda en consecuencia obrar con justicia, dando a cada cual lo que le corresponde. Lo que no quita que la inmoralidad y los vicios privados de un funcionario público proyecten un manto de sospecha sobre su honestidad en el ejercicio de su función.

En estos días esta cuestión ha adquirido una inusual relevancia. De pronto, la ya de por sí deslucida figura del expresidente Alberto Fernández se ha visto en el centro de una suerte de huracán ético, político y mediático. Por una parte se ha comenzado a probar su participación en el negocio de los seguros, en lo que ya se está revelando como una de las tramas más escandalosas de corrupción política de los últimos tiempos. Por otra, en el contexto de dicha causa, salieron a la luz conversaciones, fotos y videos que revelarían episodios de abuso y violencia por parte de Alberto contra su expareja Fabiola Yáñez, así como actividades poco decorosas del expresidente, en las que intervienen visitantes femeninas a edificios oficiales. Por el denunciado maltrato ya se inició una nueva causa judicial, pero no se descarta la apertura de otras nuevas.

¿Era algo esperable de la gestión de Alberto? Difícil afirmarlo. Fue una desastrosa gestión, eso seguro, pero no permitía suponer la presencia de hechos de corrupción y delitos de esta clase. Convengamos en que la nominación de Alberto como candidato fue sorpresiva. Se podía adivinar que sería un títere, que se limitaría a ejecutar las órdenes de la vicepresidente y contribuir al blindaje judicial que ella necesitaba imperiosamente. Esto puede repudiarse desde el punto de vista ético y político, pero no necesariamente constituye delito. Pero esta condición, tanto como su trayectoria pública previa, no abonaban de por sí la idea de que estos escándalos fueran posibles. La realidad, siempre impredecible, nos pone frente a la evidencia de que su paso por la presidencia resultó más relevante de lo pensado. Es cierto que le tocó enfrentar algunos acontecimientos imprevistos, pero ello no lo excusa. Incapaz de hacerse cargo de la situación y de asumir su propio destino, sumiso frente a Cristina, indolente en la gestión y pedante en la comunicación pública, el fracaso de su gobierno dejó al peronismo kirchnerista en difícil posición, contribuyendo de manera significativa a la derrota de Massa frente a Milei.

Ahora vemos que la cosa es más grave que una mala gestión. No es solamente que el expresidente no haya estado suficientemente cualificado para asumir la primera magistratura. Sólo provisto de un discutible talento para la rosca política y de cierta facilidad verbal -“labia” derivada de su condición de docente universitario, que acompañaba con su tono canchero y sobrador, de prototípico porteño, y abonaba una sobreactuada y falsa aura intelectual-, a la hora de tomar decisiones mostró falta de coraje, facultades y cualidades personales y, sobre todo de prudencia. No sólo adoleció de virtudes, sino que además cayó en vicios, como el recurso a la mentira –a la que sigue recurriendo en esta hora difícil-, lo que lo convierte en un inmoral.

En sus intervenciones públicas, que hoy los medios de comunicación revisan, solía presentarse recurrentemente como ejemplo de la ética intachable y la corrección política. Y solía hacerlo con cara de enojado, con su habitual tono canchero, y sacudiendo el dedo índice en señal de reproche. Sobreactuando su indignación frente a la inmoralidad y la corrupción, nos afirmaba a voz en cuello que con él se habían acabado las inmoralidades, las canchereadas y las avivadas. Ahí, algunos lo vieron, había motivo para desconfiar. Entonces aparecieron las señales evidentes de la impostura. Primero, el vacunatorio VIP, y la desvergonzada excusa esgrimida para justificarlo: no es ningún delito adelantarse en la cola. Y después, la fatídica cena de cumpleaños de Fabiola en Olivos, que Alberto inicialmente negó pero luego, ante las fotos y videos, no tuvo más remedio que admitir. Cometió un delito al violar las mismas normas que imponía al resto de la población organizando un evento, costeado, suponemos, con fondos públicos. Para peor, al momento de admitir la falta con impostada compunción, le sumó la cobardía: cometió la bajeza de acusar a Fabiola de haber sido la organizadora.

Que se hubiera realizado esta juntada de amigos en pleno encierro, mientras los demás debíamos someternos a la estricta cuarentena que él mismo impulsaba y exigía, no es lo más grave. Ahora sabemos que pasaban cosas peores. Nos hemos enterado de que la convivencia de la pareja era tortuosa, y que, al menos según la denuncia, Alberto habría recurrido varias veces a la violencia física contra su expareja. Como si eso fuera poco, aparecen ahora rumores y testimonios de las visitas de diversas mujeres, tanto en Olivos como en la Casa Rosada. En un video realizados por el mismo expresidente se ve claramente a una de las “amigas” sentada muy oronda en el sillón presidencial. Inmoralidad, corrupción y, además, una descarada falta de respeto por la propia investidura presidencial.

Todas estas cuestiones que hoy están en el centro de la escena pública deben ser dirimidas en el ámbito de la justicia. Eso es lo que corresponde, no sólo por un prurito institucionalista, sino porque es la sentencia del juez la que establece lo justo, castigando o absolviendo según corresponda. Esto no quita que la opinión pública se haya visto sacudida por una ola de profunda y justificada indignación. Vivimos tiempos convulsos y confusos, que suenan a fin de un ciclo, al cierre de una época entre el estruendo de la escandalosa corrupción y la pública indecencia, y los rumores de un nuevo tiempo que todavía no podemos definir si será mejor o peor que el actual. Está claro que el discurso libertario ha recogido el reclamo por sacudirse la tutela de una clase dirigente que ha puesto al país en una situación de crisis política, económica y moral, instalado bien profundo en la sociedad. Si nos mostraban las pruebas de que la casta es derrochadora, ineficiente y torpe; ahora también comprobamos que es corrupta e inmoral.

Corresponde decir también algo sobre las repercusiones que este escándalo ha despertado en la opinión pública. Como es habitual, la cobertura periodística del escándalo, sobre todo la de los medios audiovisuales, deja mucho que desear. Pero sostener que la sobreexposición mediática responde únicamente a la intención de distraer a la sociedad de la difícil situación económica, puede tener sólo un poco de verdad. El escándalo es lo suficientemente atractivo para la prensa como para pensar en dobles intenciones. Es evidente, de todos modos, que hay mucho de apresuramiento, imprudencia, mala fe y búsqueda de rentabilidad política en el tratamiento del caso. Los medios más antikirchneristas ya condenaron a Fernández, sin siquiera esperar que las pericias demuestren la veracidad de las pruebas de la denuncia. Lo que también es alarmante es cómo muchos periodistas, políticos y analistas salen ahora a sostener que todo esto ya se sabía, que todos conocían las infidelidades de Alberto y sus malos tratos hacia Fabiola. ¿Por qué entonces no dijeron nada en su momento y ahora aprovechan para condenar? Algo similar puede decirse de aquellos funcionarios que muy probablemente sabían lo que sucedía, pero prefirieron callar. De ser así, es pura y simple complicidad; una inmoralidad y también muy probablemente un delito.

Al gobierno el asunto le viene de maravillas para probar la veracidad del principio de revelación. Con el silencio alcanza, aunque el presidente, la vice y varios funcionarios expresaron su indignación en las redes sociales. En el campo kirchnerista, por el contrario, reina la desorientación. Algunas voces importantes, sobre todo femeninas, salieron inmediatamente en apoyo de Yáñez y condenando al expresidente. Irrita que las mismas y los mismos que hoy se escandalizan hayan callado en casos similares, como los de Alperovich y Espinoza. Indignación selectiva, le llaman. Provoca molestia además el aparatoso “operativo despegue”. Ahora todos juran y perjuran que el expresidente nunca fue un verdadero kirchnerista, y que sus malos hábitos privados no tienen nada que ver con la moral kirchnerista. Si hasta Cristina salió a despegarse, ella, que justamente es en gran medida corresponsable, por haber sido quien lo eligió para el cargo. No le podemos exigir que supiera lo que Alberto haría, pero eso no la exculpa. En el fondo, son todas incoherencias y bajezas propias de la casta política.

* El autor es profesor de Historia de las Ideas Políticas.

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