La famosa “grieta” existió, incluso, antes de declararnos como Nación independiente. Dentro de esta tradición autodestructiva, las ceremonias religiosas no sirvieron de bandera blanca.
Viajemos al Buenos Aires de 1806. La ciudad se hallaba en manos de los invasores británicos y el virrey Sobremonte camino a Córdoba, buscando organizar la reconquista.
Los criollos, quienes lo detestaban, le hicieron fama de cobarde inmediatamente.
La verdad es que desde su llegada al poder la burguesía local lo rechazó, molestos por sus avances sobre el Cabildo.
Existen notas de dicha institución contra el marqués dirigidas directamente al rey antes de las invasiones.
Generaba tanto rechazo que cuando participó a los miembros del Cabildo de la misa por el funeral de su hijo, los ediles rechazaron acompañarlo esgrimiendo que “no había ley, cédula, ni ceremonial que prescribiera esta concurrencia”.
Trasladándonos en el tiempo, Rosas se valió del único medio que existía entonces para llegar a todos: la Iglesia.
En los templos católicos, llegó a sustituirse el celeste de la Inmaculada Concepción por el rojo, esto se debía a la relación de dicho color con los unitarios.
Algunos sacerdotes iniciaban las misas diciendo frases como: “Si hay entre nosotros algún salvaje unitario, que reviente” y tras la celebración siempre se daba un sermón contra los enemigos de la Santa Federación.
Tras la caída del Restaurador el país comenzó a cambiar rápidamente.
Tras una sucesión de presidentes, llegó el turno de Nicolás Avellaneda. A pesar de que la inestabilidad —económica y política— golpeó al país esos seis años, durante esta administración se realizaron grandes avances, presididos por una importante expansión agrícola.
Los argentinos comenzamos a exportar carnes congeladas, mientras nuevos ramales de trenes llegaban y pueblos se inauguraban. La red ferroviaria prácticamente se duplicó.
Era un país joven, pujante, que con la Ley de Inmigración abrió las puertas a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.
Nada fue fácil. La grieta era muy marcada entre los mismos liberales, antiguos enemigos y víctimas del Restaurador.
Fue una tarde de 1877 cuando Buenos Aires se estremeció: Juan Manuel de Rosas había muerto.
Huérfanos finalmente de su sombra, los adversarios liberales volvieron a sentirse cerca.
¿Cómo no hacerlo, cuando sus vidas habían sido mutiladas por el mismo látigo de exilio y muerte?
La respuesta oficial no se hizo tardar. El gobierno nacional realizó un funeral simbólico por las víctimas de Rosas y prohibió terminantemente celebrar misa alguna por él.
En la grieta actual se incorpora nuevamente el factor religioso, dado que desde el Ejecutivo Nacional se invitó a una misa por la vicepresidente.
Llamativamente, se trata del mismo sector que desde hace años aboga por una secularización total y que impulsó la Ley del aborto… pero esa es ya, otra historia.