A principios de 1878 Julio Argentino Roca se encontraba en nuestra provincia y recibió una carta del presidente Nicolás Avellaneda:
“Acabo de firmar el decreto nombrándolo Ministro de la Guerra (…) Encontrará V.S. una herencia que le impone grandes deberes. Es el plan de fronteras que el Dr. Alsina deja casi realizado, respecto a esta providencia, y a que es hoy más que nunca necesario llevar sin interrupción hasta el último término”.
Aquél fue el primer paso hacia la presidencia. Camino a Buenos Aires se intoxicó gravemente con un almuerzo en mal estado. Pero sobrevivió y siguió marcha, como todos aquellos que tienen cita con la historia.
En su rol de ministro convenció al Congreso Nacional, logrando de éste la autorización y los medios para realizar la famosa campaña al Desierto. Aunque hoy se hable sólo de Roca, fue la decisión de la Argentina de entonces bajo la presidencia de Nicolás Avellaneda.
Desde mayo hasta diciembre de 1878 se llevaron a cabo veintitrés expediciones, que arrojaron la suma de trescientos noventa y ocho muertos y tres mil seiscientos sesenta y ocho prisioneros.
Al año siguiente, el ejército formó cinco divisiones distribuidas entre Buenos Aires y Mendoza. Las partidas contaban con médicos, ingenieros, sacerdotes y hasta las familias de muchos soldados.
Lo más importante: ciento cincuenta cautivos y cuatrocientas cautivas regresaron a su hogar, dejando atrás la esclavitud y las vejaciones a las que fueron sometidos en manos de los aborígenes.
La campaña llevó a Julio Argentino Roca al sillón de Rivadavia, su accionar acabó con los temidos malones y sus brutalidades. Ataques bestiales, protagonizados principalmente por mapuches. Muchos de los cuales se autodenominaban chilenos, llegando algunos a utilizar la bandera del país trasandino.
Julio A. Roca, hoy improcedentemente agraviado, hizo de este país un espacio más seguro demostrando lo que significa en realidad un “Estado presente”.
Sobre su personalidad y figura abundan las impresiones.
Augusto Marcó del Pont especificó que el tucumano “era sanguíneo, nervioso. Su cuello corto, su faz rosada, la congestión de su rostro en un momento de furor incontenible, todo ello indica la enorme cantidad de sangre que posea”. Además, “de complexión no muy robusta, pero sí resistente a las fatigas; tenía el pecho ancho, la espalda correcta, menudos los brazos y el conjunto bien proporcionado”.
Mientras que el talentoso Paul Groussac lo describió como “de estatura mediana, rubio, buen mozo: su aspecto atraía a pesar de la mirada algo suspicaz. En suma, un conjunto nada vulgar, en que se atenuaba lo cauteloso del entrecejo con lo simpático de la sonrisa”. Solía decir “cosas fuertes con voz suave”, como los que nacieron para dirigir.
*La autora es Historiadora