Con la serena certeza de las profecías autocumplidas, Argentina ha avanzado en el último año aún más en la dirección incorrecta, al poner en debate la cuestión nodal del progreso de los pueblos: la educación. Y al haberlo hecho desde la preservación de la salud pública, facilitó la discusión falaz entre lo urgente y lo necesario, cuyo saldo evidente es la creación de una brecha educativa que redundará en mayor pobreza.
El indocumentado manejo de una dilatada cuarentena llevó al anticipado e innecesario cierre de todo establecimiento escolar y a la imposición de la enseñanza virtual en un espacio nacional de disímiles condiciones, donde la virtualidad es un lujo de pocos y una carencia de muchos.
Sin olvidar que el sistema todo estaba ajeno a tales posibilidades y los docentes mismos iban a ser las primeras víctimas de una medida cuanto menos apresurada, adoptada sobre la base de datos todavía magros e inconexos.
A un gobierno pleno de asesores, le sobraron en este caso epidemiólogos tanto como le faltaron economistas, pedagogos y sociólogos.
El daño ya está hecho: un millón y medio de cursantes se cayeron del sistema.
No tenían conectividad o una computadora en condiciones o sólo un viejo y superado celular, y encontraban en la escuela contención, marco y referencias que hoy ya no tienen, sin olvidar el dato que nadie quiso escuchar: en el ciclo básico, la virtualidad resulta un defecto más que una ventaja, ya que en los inicios de la escolaridad nada reemplaza el contacto con el docente y la interrelación con el otro.
Así, la menguada virtualidad –más declamada que practicada– ha logrado que alumnos del secundario hayan tenido sólo dos meses de clases reales en un año y medio, lo que les puede repercutir de modo desfavorable en su ingreso a la universidad, debido a problemas de expresión, comprensión y lectoescritura.
Una fórmula fatal que se sumará a eso que Guillermo Jaim Etcheverry definió como “la tragedia educativa” argentina.
Como a los fracasos nunca les faltan socios, gremios docentes partidizados se anotaron en la disputa para ratificar (como si fuera necesario) que las cúpulas sindicales sólo se representan a sí mismas y a sus intereses de sector.
Su toma de posición en la materia es claramente partidaria y obedece al único objetivo de asfixiar a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, mientras los gobernadores de provincia, en uso de legítimas facultades, pilotean la crisis a su manera y se corren de la pelea.
La politización del tema educativo nunca debió ocurrir, pero ya sucedió. Y en el medio, como daño colateral y víctima del fuego amigo, quedaron los estudiantes, muchos de ellos condenados a ser nuevos pobres que irán a engrosar los listados de un sistema clientelar.
Y la pregunta que a todos ronda y muchos ya se han respondido: ¿a quién le interesa la educación en la Argentina?
Algo cierto: no debería reducirse a un mero eslogan electoral o a una consigna bélica entre oficialismo y oposición.
De cualquier forma, más allá de lo irrecuperable, no podemos darnos el lujo de perder un año más, riesgo que a toda costa debemos evitar.