En el momento más crítico de la emergencia sanitaria, el presidente Alberto Fernández eligió el viernes recluirse en el modo comunicacional más distante para anunciar una nueva prórroga del estado de excepción en el que vive el país.
Sin mayores explicaciones, impenetrable frente a cualquier duda, el Presidente se encapsuló, muy lejos ya de aquellos procedimientos más abiertos con los que convocó al esfuerzo social al comienzo de la cuarentena.
Tan preocupante como ese repliegue es el clima de indiferencia y resignación social que lo completa. Si el Presidente hubiese informado de la enésima extensión de la cuarentena con su método anterior, tampoco hubiese tenido enfrente aquella tensa, pero esperanzada, atención inicial de la ciudadanía.
El Gobierno ha corroído la confianza social en su gestión de la emergencia. Y no todo ha sido efecto de la perversa imprevisibilidad del virus.
Los sondeos que le toman el pulso a la credibilidad del Gobierno muestran un declive acelerado y constante. Las críticas a la gestión oficial permean incluso en su propia base electoral.
El tratamiento en el Senado de la reforma judicial lo puso de manifiesto: hay una avanzada del oficialismo contra la Justicia, que revela -al mismo tiempo- la disconformidad de la Vicepresidenta con su propio gobierno.
Son dos vectores de fuerzas que han perdido el control. Una fuerza centrífuga, desde el oficialismo hacia el resto del sistema; otra centrípeta, desde Cristina hacia adentro. Ambas agitan al Presidente dentro de su remolino.
La imagen que trasunta a la sociedad esa dinámica fuera de quicio es la de un gobierno que sólo atina a acelerar conflictos.
El kirchnerismo sostiene que ese modo antagónico es el más eficiente, porque es el único realista para gobernar. Ese dogma ya chocó de frente, en el pasado reciente, con las limitaciones de la realidad. Provocar inestabilidad no necesariamente desemboca en cambios. Las más de las veces sólo genera un escenario de ingobernabilidad.
No toda revuelta concluye en transformación. Sobre todo cuando no se quiere hacer una transformación. Cristina Fernández forma parte de la élite más privilegiada del sistema político. No necesita -ni le conviene- revolucionar nada. Sólo persigue una depuración de prontuario.
En realidad hay tres reformas judiciales planteadas en el escenario político. Las tres son de autoría de la vicepresidenta.
La primera es sólo discursiva: es la que Cristina recuerda -porque no obtuvo- cuando fue presidenta. Un ideal declamado como tierra prometida.
La segunda es la que envió Alberto Fernández al Congreso. Cristina la desmereció al compararla con la suya. Pero sobre todo la intervino. En el Senado que preside, auspició el parto de un proyecto deforme y maltrecho. Parto que concluyó con un revoleo de cargos a diestra y siniestra para incentivar la avidez de los gobernadores aliados. Anticipándose a las dificultades que preanuncia la Cámara de Diputados.
Ni los autores de la criatura saben muy bien cómo quedó conformada y cuánto cuesta. Mientras en el Senado se rompía alegremente la piñata del dispendio, el Consejo de la Magistratura no tuvo más alternativa que ir cerrando su cálculo de presupuesto para el año que viene. Sin prever los nuevos cargos erogados por la kermés.
En realidad, la previsión tampoco incluyó el 25 por ciento de cargos vacantes que ya existen hoy. Sólo con lo que está cubierto hasta ahora, el presupuesto para 2021 aumentará 5800 millones de pesos. 71.000 millones de pesos en total. La Afip prepara un nuevo aumento de impuestos para pagar la factura.
La tercera reforma judicial es la ya que está en curso. Es la reforma de facto que le interesa a Cristina.
Los camaristas Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi, que juzgan en la “causa de los cuadernos”, reclamaron la intervención de la Corte Suprema porque el Senado los está sacando a los empujones. El juez del mismo expediente, Germán Castelli, también está apuntado. Adoptaría un camino diferente, recurriendo al sistema normativo interamericano.
El tribunal de enjuiciamiento del Ministerio Público Fiscal sumó un nuevo voto para destituir al Procurador, Eduardo Casal. Para así disciplinar al resto de los fiscales. Cristina quiere la cabeza del fiscal de los cuadernos, Carlos Stornelli.
El Senado se apresta a tratar unos 170 trámites de designación para relevar a otros tantos magistrados y funcionarios cuyos traslados o subrogancias se atribuyen genéricamente al lawfare de Mauricio Macri.
Una fracción del espacio opositor, en la que confluyen Horacio Rodríguez Larreta, María Eugenia Vidal y Martín Lousteau, acentuó sus contactos con el Presidente con la idea de rescatarlo de la presión de su vice.
Durante la campaña, Alberto Fernández se presentó ante la sociedad como una suerte de guardián privilegiado -el único admitido por Cristina-, capaz de persuadirla para que permanezca serena entre los muros de la moderación. El Presidente dialoga ahora con sus interlocutores como el guardián desprevenido. Angustiado por el ímpetu de una fuerza sin control.
La sociedad lo observa. Hay un Alberto Fernández que vendió algo que no tenía y otro con el mismo rostro, preocupado porque no lo puede entregar. Uno de los dos es falso. O tal vez los dos.