Por razones impensadas, esta semana el debate político central en la Argentina tuvo que ver con la educación. Analicemos entonces de qué se trata esta singular, poco frecuente ocasión.
Ha aparecido estos días, principalmente en Capital Federal y provincia de Buenos Aires, un movimiento social al que se lo llamó la rebelión de los padres. Personas que cansadas de que durante el año pasado sus hijos no tuvieran clases presenciales, y ante el riesgo de que este año volviera a pasar lo mismo, salieron a las calles, golpearon la puerta de los juzgados y peticionaron en tanto ciudadanos al Estado para que se hiciera cargo de proveer el servicio esencial y obligatorio de la educación a sus hijos.
Los padres han reaccionado por la supervivencia, porque se está poniendo en juego algo más que un probable segundo año sin escuelas sino el de que una generación entera pueda resultar con una cicatriz cognitiva enorme al perder tanto tiempo de clases, sobre todo los más chicos.
Luego de un año tan atroz como el que vivimos no es humanamente posible huir de la pandemia refugiándonos en una casa como quisieran algunos que ven allí la única salida frente al drama que vivimos. Hay que convivir con el virus lo más sensatamente posible, sin el respaldo de ideologías que, para un lado o para otro, dificulten el siempre precario equilibrio pragmático con que esa convivencia se debe hacer. Y la educación es el primer lugar donde ello debe ocurrir.
Porque es aquello que de más permanente tiene la vida social, lo que en caso de interrumpirse rompe la continuidad generacional, la trasmisión de saber en tanto herencia adquirida de toda la humanidad que los más jóvenes deben proseguir.
No son pocos los que le reprochan a la educación que habiendo cambiado todas las instituciones su forma organizacional con el acontecer de las nuevas tecnologías, no obstante las clases se siguen dictando como en el siglo XIX solo con pupitre, pizarrón y tiza. Dicen que las escuelas ya no educan porque el cambio las arrasó y hoy se aprende mejor en otros lugares y con otras modalidades. Por eso al principio se creyó que la pandemia nos conduciría obligatoriamente a estilos de educación más modernos y efectivos que la mera presencialidad en las supuestamente envejecidas aulas.
Sin embargo, por estos días estamos viendo que nada de eso ha sido así. Que cada vez se extraña más el aula, el maestro, el pupitre y el pizarrón. Y sobre todo el contacto humano cara a cara. Es que esa forma de educar “como en el siglo XIX” es la base, lo estructural, lo que jamás puede desaparecer porque es todo un símbolo: alguien trasmitiendo frente a frente el conocimiento de las generaciones humanas anteriores y un grupo preparándose para adquirirlas.
Ahora surge la tentación de la educación a distancia como algo superador por las nuevas tecnologías que podría aportar a la educación meramente artesanal. Pero este año aprendimos que la virtualidad es apenas un complemento, que no le toca ni la suela de los zapatos a la educación presencial, porque siempre se va a necesitar el maestro que esté frente al alumno no solo trasmitiendo el saber, sino detectando sus sentimientos, sus modos de ser, cosas que los robots o la compu o a la tevé no pueden hacer; es una tarea presencial de humanos con humanos, irreemplazable.
Es otro de las tantos debates que se dan cada vez que la educación tradicional quiere ser reemplazada por otra cosa, aunque siempre se termina volviendo a las fuentes, incorporando lo nuevo, claro, pero como complemento, no como nueva sustancialidad.
Hace tiempo se discutió el tema de la educación como trasmisora de saberes, diciendo que lo importante no era tanto lo que estaba afuera del alumno, los conocimientos generales que se podrían aprender con internet sino lo que está adentro de cada niño y que la educación lo que debe hacer es sacarlo afuera. O sea, el saber estaba dentro del niño y lo que tenía que hacer el maestro es hacer encontrarse al alumno consigo mismo. Pero el conocimiento no está dentro del chico, sino que lo que hay que descubrir es la propensión, la actitud, la vocación, la personalidad del niño para mejor recibir selectivamente el saber externo. No variar una cosa por otra porque entonces en vez de enseñarle al chico lo estaríamos psicoanalizando. Por eso también es importante la presencialidad, para que el maestro y el alumno entablen una relación lo más personalizada posible y así lo que el profesor les trae sea recibido de modo más pleno por los jóvenes.
En este siglo XXI surgió una deformación peligrosa que hirió al sistema educativo: se sabe que los educadores naturales son los padres y que éstos delegan en las personas e instituciones educativas la ampliación del saber que ellos por sí solos no pueden dar. Eso implica un claro contrato de colaboración entre padre y maestro para educar a los hijos-alumnos.
Pero en estos tiempos surgió la actitud por parte de muchos padres de ser cómplices de los chicos en vez de colaboradores de los maestros para educarlos. Eso en nosotros es una clara parte de la herencia setentista aplicada a la educación: no dejar, en nombre de la ideología, que ni siquiera el chico se rebele por si solo contra los padres o cometa transgresiones juveniles normales, sino que el padre las estimula, se hace compinche, las practica con él y se enfrenta contra las autoridades en nombre de los hijos.
Como dijimos, los padres antes aceptaban la delegación educativa en los maestros y colaboraban subsidiariamente con las escuelas, particularmente desde sus hogares. Luego con la rebelión de los padres se comenzaron a meter en las escuelas del peor modo posible, criticando a los maestros, aliándose con los alumnos hasta en las huelgas, judicializando la relación con el docente y con el sistema. Así se rompió el pacto de colaboración padre-maestro a cambio de un pacto padre-hijo de complicidad.
Eso lo padecimos profundamente en estas últimas dos décadas con padres que habiendo vivido su juventud en los años 60 y 70, y criticando la educación autoritaria que ellos habrían recibido de sus padres, decidieron que a sus hijos no les pasaría lo mismo. Pero cayeron en el extremo contrario: en vez de darles libertad a fin de que se educaran para ser ellos mismos, los superprotegieron e intentaron que sus chicos fueran contestatarios como ellos en los 60 y 70. Decidieron colaborar en la transgresión de sus hijos, de modo que ni siquiera los dejaron rebelarse por sí mismos. Los adultos imberbes los llamamos una vez. Del viejo autoritarismo al nuevo permisivismo. Pero siempre queriendo que los hijos sean como los padres, en vez de dejarlos que sean por ellos mismos lo que deban ser.
La novedad de estos días, la buena novedad, es otra rebelión de los padres pero esta vez no contra el maestro sino para que haya clases presenciales y si no haciéndole juicio al Estado para que las haya. Que la escuela cumpla sus obligaciones de educar. Es metodológicamente una rebelión similar a la anterior pero con contenidos diametralmente opuestos: no se apuesta al facilismo, ni a la complicidad ni a ser compinches, sino al papel paterno de ser los que proveen educación a sus hijos continuados por la escuela, pues ahora le piden al Estado que prosiga perfeccionando el rol escolar de educadores naturales de los padres. Un volver a educar pero con formas novedosas impulsadas por los padres y haciendo un llamado a los maestros a que se unan a sus objetivos, no enfrentándolos, porque saben que sin maestros la educación no existe.
En síntesis, tecnologías y virtualidad sí, pero mientras prosiga como esencial el papel presencial del maestro en las aulas. Ayudar al chico a conocerse por dentro a sí mismo si, pero para que mejor reciba los conocimientos externos heredados de las generaciones anteriores. Colaborar los padres con las escuelas, por supuesto, incluso a veces rebelándose contra lo que el sistema educativo o político hace mal, pero para fortalecer la alianza padres maestros en vez de boicotearla con infantilismos ideológicos. En vez de inventar la absurda confrontación de que concurrir hoy a las escuelas es hacer peligrar las vidas, es mejor pensar que la escuela es la vida.