Se percibe en las calles: el país está en una encrucijada. Acaba de votar señalándole al sistema político, sino un rumbo de salida a la crisis, al menos la convicción de que se vino caminando en la dirección equivocada. Ese mandato enfrenta a los decisores públicos a momentos difíciles, cruciales, impopulares. Es por lo tanto un mandato que a la política argentina le cuesta digerir. Afecta a todos los actores que compitieron en elecciones por ese insumo de legitimidad, aunque en distinto grado. A los ganadores, con el beneficio de la oportunidad. A los perdedores, con el rigor de la urgencia.
El Gobierno reaccionó mal. Niega el resultado y propone como salida a la crisis un debate enajenado: que se discuta su interna laberíntica hasta que las urnas se abran de nuevo. Allá, lejos, en las primarias presidenciales de 2023. La lógica consecuencia: la crisis se acelera; la sociedad se prepara para el impacto.
El oficialismo sigue dándole vueltas a la noria de ese invento suyo sin quicio, la presidencia por encargo. Le sirvió a Cristina Kirchner para retornar al poder, pero le fue inútil a la sociedad para resolver ninguno de sus problemas. Dos veces votó mayoritariamente la ciudadanía reclamando por ese artefacto que no funciona. Nadie asume la garantía.
Después de la derrota en las primarias, al negacionismo de Alberto Fernández le respondió la maniobra de desestabilización del gabinete que ejecutó la vicepresidenta.
Tras el fracaso en las elecciones legislativas, Cristina se replegó y dejó que el Presidente encabece la celebración del triunfo inexistente.
Alberto Fernández intentó disfrazar la zoncera de autonomía: dejó correr la convocatoria a una movilización en la Plaza de Mayo; la sostuvo cuando sabía que Cristina no asistiría; se lanzó a prometer primarias presidenciales en un espacio que no maneja; pasó de autodefinirse como víscera de Cristina a aludirla de lejos como su vice.
Suele decirse que la desobediencia es festejar con ceremonia apropiada la vejez de un orden de mando. Fernández quiso impostar eso. Máximo Kirchner le retaceó la mejilla con prolija impuntualidad. A las pocas horas, al conjunto del Gobierno lo volvió a despertar la realidad. Martín Guzmán, ministro de la deuda, prometió un acuerdo antes de fin de año con el FMI, un programa económico plurianual en dos semanas, y el apoyo de Cristina Kirchner a ese plan. Que, si es coincidente con las condicionalidades del Fondo, no puede ser otra cosa que un plan de ajuste.
La respuesta de los mercados fue contundente: aumentó otra vez el riesgo país. La sobretasa de interés vigente para la Argentina convierte al crédito externo en inaccesible. Los bonos de deuda soberana volvieron a cotizar en los niveles previos al arreglo con los acreedores privados que Guzmán celebró durante la pandemia y los activos argentinos se hundieron en las bolsas.
Algo -o tal vez el todo- de lo que dijo Guzmán resultó inverosímil: la consistencia del diálogo, o los plazos del diálogo con el Fondo; la promesa de un ambicioso programa plurianual aprobado por el Congreso donde el Gobierno acaba de perder mayoría; la invocación al apoyo de Cristina. Enunciado por Guzmán, no por Cristina. Contra esa pared se estrellaron las elucubraciones de Fernández en su acto de desagravio por el desaire electoral. Las primarias oficialistas para 2023, las reelecciones indefinidas de los intendentes que lo presionan, la elusión esquiva de los gobernadores que ya piensan en desdoblar calendarios, serán sólo fuegos de artificio si fracasa la gestión económica.
La lejanía de 2023 afecta en espejo a la oposición. En la Casa Rosada es una cuestión de escasez de presidenciables. En la oposición hay problemas con la abundancia. Y esa controversia se proyecta como sombra sobre el presente. La discusión opositora es fragorosa. De aquí a diciembre deberán definirse espacios de liderazgo como los bloques parlamentarios y algunos esquemas nuevos de conducción partidaria en los aliados de Juntos por el Cambio. Qué hacer frente a la crisis, cómo pararse frente al Gobierno, a qué distancia, qué políticas pueden acordarse, a qué costo, con qué estrategia construir una alternativa de gobierno a dos años sin traicionar el mandato recién recibido y las responsabilidades emergentes por la situación social. Son sólo algunas de las preguntas que atraviesan al bloque opositor.
Las respuestas varían y mucho. Cada espacio de la coalición las ecualiza distinto según el camino y la posición que imagina para sí mismo en la perspectiva de 2023. Pero a todos los atraviesa un desafío común: cómo procesar sin riesgos la disfunción institucional que proyecta el oficialismo a todo el sistema político cuando actúa negando las nuevas legitimidades emergentes. Es un rasgo sintomático del kirchnerismo ante las crisis: negación, fuga hacia adelante, renuncia a las responsabilidades propias en el cuidado de la gobernabilidad.
Cuando pierde las elecciones, Cristina Kirchner no entrega el mando y conspira. Cuando las gana y no funciona lo que propuso como gobierno, descarga las culpas en algún chivo expiatorio y toda la responsabilidad patriótica en la espalda de sus adversarios. La historia describirá algún día esa doble y curiosa variante del síndrome del bastón perdido.
*El autor es de nuestra Corresponsalía en Buenos Aires.