La denostada clase política

El estilo de jugar constantemente sobre el filo de la navaja desconcierta y hace crecer la incertidumbre. No hay en el Gobierno línea argumental y conducción ejecutiva.

La denostada clase política
Cristina Kirchner y Alberto Fernández. Foto: Gentileza

Arrecia en estas últimas semanas la impugnación a la clase política sin distinguir si se trata del oficialismo o de la oposición. Los rótulos abundan: la casta que se apropia del dinero de la ciudadanía tras una catapulta de impuestos; la corrupción que ahora aflora desde las cloacas del poder con agentes de los servicios de información cuya ubicuidad, en mesas judiciales de todo tipo, parece extraída de un cuento del bajo fondo de espías. Lamentablemente, esto no es ficción; es la cruda realidad.

El panorama es, por tanto, inhóspito porque al penoso resultado de la economía, condimentado con cortes de luz, y a la marea de contagios de la pandemia, se ha asomado la sensación de que el país se encuentra en una encerrona sin salida a la vista. Las encuestas de opinión ratifican, por otra parte, esas impresiones del hartazgo. En consecuencia, se hace difícil deducir alguna racionalidad ante tanto desmadre.

La advertencia, si cabe, deriva de la experiencia del siglo XX. Por lo general, los golpes militares, que enterraron al país en una crisis de legitimidad de medio siglo, llegaron precedidos por un clima de opinión que condenaba a la clase política.

La terapia sanadora proponía una cirugía del régimen representativo a cargo de una suerte de aristocracia militar, como clamaba Lugones hará pronto cien años. Ya sabemos que el remedio fue peor que aquella supuesta enfermedad.

La lección a destacar en esta historia felizmente abolida es que, en determinadas circunstancias, se percibe al régimen representativo como un aparato distante, más atento al interés faccioso de quienes lo integran que al servicio del bien público. La sociología política tuvo mucho que decir al respecto: la organización de los partidos generaba oligarquías; el uso prolongado del poder invitaba a la corrupción.

Las democracias capaces de sobrevivir estos descalabros fueron las anglosajonas, prototipos dignos de encomio si se los comparaba con otras regiones (Europa continental de entreguerras y desde luego, América Latina). Lamentablemente, en estos días los prototipos también sucumben.

En los Estados Unidos y Gran Bretaña, la democracia muestra signos de fatiga con los devaneos autoritarios de Donald Trump, que sigue acechando, y el grotesco irresponsable del Primer Ministro Boris Johnson que transcurre entre el Brexit y las fiestas durante la pandemia en la sede del gobierno. Como se ve, nuestro Presidente está en buena compañía.

El contexto de las democracias no es pues favorable, pero si volvemos al punto destacado más arriba, resulta evidente la necesidad de que la dirigencia política levante cabeza y no insista en derrochar los apoyos que, a unos y a otros, la ciudadanía les dispensa cuando le toca votar.

En otras palabras, el régimen representativo está reclamando más conexión con una sociedad que, aún descontando un rebote del crecimiento de muy corta duración, sigue descendiendo.

Obviamente, esta conexión compete tanto al oficialismo como a la oposición. En ambos han habido malos ejemplos —viajes, turismos, movidas de tránsfugas— que atentan contra el decoro que demanda gobernar en un momento de penuria. Frente a estos hechos, todo en rigor sigue igual salvo algún que otro reto.

Empero, por más que molesten estos episodios, el asunto que agita al Gobierno es aún más grave pues no se atisba ninguna coherencia en los manejos de la economía, con el FMI de por medio, y de la política exterior (de los dictadores latinoamericanos y un criminal perseguido por INTERPOL en CELAC a Blinken en Estados Unidos y de ahí a Putin y Xi en Rusia y China).

El estilo de jugar constantemente sobre el filo de la navaja desconcierta y hace crecer la incertidumbre. No hay en el Gobierno línea argumental y conducción ejecutiva. En su lugar, reina la fricción entre los diferentes sectores que componen el Frente de Todos mientras se impone, desde la Vicepresidencia, una estrategia de conflicto dirigida a instituciones del Estado Federal. Primero, los dardos fueron hacia la Ciudad de Buenos Aires; ahora el blanco es la Corte Suprema de Justicia.

Se verá, luego del ruido de dos manifestaciones ad hoc, si ese deseo de capturar la instancia mayor del Poder Judicial tiene algún destino, o fenece para demostrar, una vez más, que las intenciones hegemónicas tienen entre nosotros pie de barro.

En este territorio tan dañado, la conexión con la sociedad de las oposiciones que convergen en Cambiemos es imprescindible. Si el capital de confianza que se expresó en las recientes elecciones se desperdicia, los pronósticos para el próximo bienio no auguran buen tiempo.

Estaríamos soportando una transición al borde del colapso con la perspectiva de una alternancia posible que, paradójicamente, no ofrece por ahora una alternativa efectiva de gobierno.

Apostar al colapso del kirchnerismo, dejando de lado esa alternativa significaría recaer de nuevo en la política de lo peor que, como decía Clemenceau (suelo recordar esta cita), es la peor de las políticas.

No caben dudas de que la horizontalidad en el espacio de Cambiemos conspira contra la unificación de los liderazgos y por ello se está remitiendo esta cuestión a las PASO del año entrante.

No obstante, esta demora no invalida dos exigencias perentorias. Primero, llevar a cabo una política de coordinación ejecutiva que ordene en el Congreso y en la transmisión de mensajes una ostensible dispersión de opiniones: muchas voces y escasa dirección para solaz de los comunicadores y desconcierto de la opinión que solo asiste al remanido contrapunto de halcones y palomas.

La otra exigencia, tan urgente como la anterior, requiere concebir una visión adscripta tanto a los valores republicanos como a un prudente ejercicio de la verdad en lo que atañe a la reconstrucción económica, social y educativa. Una visión sugestiva que sea capaz de marcar un rumbo.

Sin este contenido, ya nos lo enseñaron Alberdi y Sarmiento, la república está vacía. Este es un atributo aún pendiente mientras seguimos chapoteando en el pantano de la declinación. Habrá pues que poner manos a la obra.

Autor: Natalio R. Botana es politólogo e historiador. Profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella.

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