La casta y sus enemigos: los outsiders y los estadistas

Lo que diferencia esencialmente al político outsider del político estadista es que el primero tiene como condición sine qua non para gobernar dividir todo entre buenos y malos. El enfrentamiento es la esencia de su conducción, mientras que el estadista quiere acabar todo lo que se pueda esa división entre buenos y malos, y encontrar los puntos comunes que pueden construir la unidad de la nación.

La casta y sus enemigos:  los outsiders y los estadistas
Abraham Lincoln y Donald Trump

El domingo pasado hablamos de aquellos intelectuales que supieron prever el futuro no mediante la adivinación del mismo, sino leyendo científicamente, en el presente, lo que ocurría por debajo de las superficies. Del mismo modo que un sismólogo mide con su sismógrafo los movimientos de la tierra y anticipa lo que puede ocurrir cuando éstos se expresen en la superficie.

En esta nota queremos hablar ya no de los teóricos que previeron el futuro, sino de los hombres prácticos que lo construyeron o que lo están construyendo en el mismo momento que los habitantes de la superficie no tienen casi el menor contacto con los habitantes de las profundidades y por ende la sociedad se encuentra estructuralmente dividida en dos.

Esos hombres prácticos son de dos categorías bien diferentes: los outsiders que por rechazar o vituperar al resto de la elite obtienen el beneplácito de los excluidos o perjudicados por la misma. Y los estadistas queienes ven lo que el resto de la elite no ve, pero que en vez de animar la confrontación entre unos y otros, quieren reconstruir la unidad nacional como condición sine qua non para el progreso permanente.

El político outsider convoca a los habitantes de las profundidades de la tierra, por donde van las aguas que se mueven empujando los tiempos sin que los de arriba aún las puedan ver. En ese sentido, expresan muy bien el movimiento de esas aguas, porque son parte de las mismas. No vienen de abajo, pero sí de los márgenes de la política. Son criaturas producidas por esas aguas ocultas salidas a la superficie, con toda la fuerza arrolladora de su avance, pero con toda la rusticidad de la furia incontrolada con que avanzan. No son la conducción de la evolución, son la evolución sin conducción. Eso es Trump, eso es Milei, criaturas paridas por las aguas que bullen de indignación al haber sido excluidas, abandonadas a la mano de Dios, arrojadas a los sumideros por los que controlan las superficies. Ellas están hundidas (o se sienten hundidas) y quieren salir afuera, respirar, y los Trump y los Milei se transforman en sus líderes, un tanto por su marginalidad personal frente al resto de la elite que siempre los tuvo políticamente en menos, y otro tanto por su intuición propia de que ellos expresan a mucha gente que los representantes formales del presente ni siquiera imaginaban ya cómo eran, las habían olvidado o dejado de lado. Ellos enuncian con sus furias, diatribas y amenazas los odios de miles de marginales sociales que alguna vez fueron centrales y que ahora, con todos sus defectos y reclamos, repudian a los que se apropiaron de las superficies sumergiéndolos a ellos en las oscuridades subterráneas. Ellos, cuando llegan al poder, intentan vengar a esas gentes enfrentando al establishment, repudiando su cultura y asumiendo la de las bases, que a diferencia de lo que pensaban Marx, Lenin, Mao, Castro o incluso los progresistas occidentales actuales, son más bien conservadoras que revolucionarias en su modo de actuar y de pensar. No quieren cambiar el sistema, quieren participar del mismo, eliminar a sus elites con su cultura elitista y si es posible volver a un pasado imaginario donde se supuso hubo una grandeza que hoy dejó de existir y que incluía a gente como ellos.

En cambio, el político estadista no viene de abajo ni de los márgenes, es en general un hombre de la elite cuestionada pero que leyó lo que estaba ocurriendo abajo, la furia y la indignación, y se propuso rescatar a los sumergidos, aunque no enfrentándolos con los dueños de la superficie, sino obligando a todos a formar parte del mismo territorio. Procurando la unidad nacional como condición sine qua non para marchar hacia el progreso. Él es uno de arriba que comprendió a los de abajo que habían sido abandonados por los dueños de los territorios de la superficie. Y que se propuso rescatarlos, no a través del enfrentamiento de unos contra otros, sino a través del consenso de todos (o del máximo consenso posible, porque la unanimidad no sólo es imposible sino también inconveniente), porque supo y pudo ponerse por encima de unos y otros y desde allí conducirlos a todos. No es la evolución, sino el conductor de la evolución. No es un producto de la naturaleza como los outsiders, sino el que vino a poner la naturaleza al servicio del progreso del hombre en vez de permitir que con su furia estrepitosa, arrase con todo lo que encuentre a su paso.

Por eso lo que diferencia esencialmente al político outsider del político estadista es que el primero tiene como condición sine qua non para gobernar dividir todo entre buenos y malos. El enfrentamiento es la esencia de su conducción, mientras que el estadista quiere acabar todo lo que se pueda esa división entre buenos y malos, y encontrar los puntos comunes que pueden construir la unidad de la nación. No es una facción ni siquiera una ideología la que imponiéndose logrará transformar la realidad, sino todos lo más unidos que se pueda. Tener una idea de Nación más que de Estado (ya sea a favor o en contra del mismo). Buscar la unidad del país hasta el máximo que sea posible, en vez de apostar a su división.

En la Argentina tanto los políticos outsiders como la mayoría de los que nos gobernaron siendo parte de la casta, creen en la división no en la unidad. Los Kirchner se apoyan en teóricos delirantes como Ernesto Laclau para apostar a las ventajas de la división maniquea entre buenos y malos por sobre el consenso como modo más efectivo de construir poder. Milei, por ser la expresión acabada de los “buenos” de abajo que quieren acabar con los “malos” de arriba, no puede dejar de multiplicar esa división para satisfacer a su electorado. Aunque muy posiblemente él también piense como ellos.

Los argentinos tuvimos estadistas, varios, aún con sus diferencias, en la generaciones del 53 y del 80 del siglo XIX. Como Domingo Faustino Sarmiento que fundó una educación popular exitosa por un siglo, Juan Bautista Alberdi que ideó una Constitución extraordinaria y Julio Argentino Roca que creó el Estado Nacional. Y entre los tres (y algunos pocos estadistas más), al decir de Halperín Donghi, construyeron una Nación en el desierto argentino. En mi opinión durante el siglo XX no tuvimos políticos que pudieran cumplir exitosamente el papel de estadistas, aunque sí, aspirantes a serlos porque buscaron la unidad de los argentinos: Arturo Frondizi que tenía todas las ideas (y propuestas de desarrollo) correctas con las cuales aún hoy (si se les suma los aportes de la revolución tecnológica que él no vivió) se podría construir esa unidad, pero no tuvo la posibilidad, o no se lo permitieron de convertirlas en realidad. Por eso fue un aspirante a estadista sin conseguir el poder para serlo, cuya idea de unidad nacional quizá sea la más sobresaliente del siglo XX pero no tuvo quien la concretara. Raúl Alfonsín fue un estadista “parcial”. Lo fue en la cuestión republicana y constitucional, por eso nos legó la democracia más larga de la historia nacional y en eso fue exitoso. Siendo presidente y aún después, lo único que le interesó fue que la democracia siguiera viva, aún teniendo que conceder cosas, como cuando Menem se la quería llevar puesta por su reelección o como cuando De la Rúa, cayó tanto por su incapacidad (sumada a la de Cavallo) como por la intolerancia peronista. Pero lamentablemente no pudo revertir la debacle económica que ya venía del 75 y que la dictadura profundizó. Sus ideas económicas eran demasiado antiguas, no supo leer en el terreno material lo que avanzaba en las aguas profundas,como sí lo intuyeron, entre otros, Rodolfo Terragno. Carlos Saúl Menem lo entendió mejor, pero más que conducir la evolución se limitó a traerla a la superficie con todo el barro acumulado, por eso banalizó las instituciones de un modo colosal. Ninguno de los dos pudo ser un estadista. Ni tampoco lo pudieron ser Juan Domingo Perón y Ricardo Balbín en los años 70 cuando ambos se propusieron reunificar a la Argentina dividida entre peronistas y antiperonistas y entre civiles y militares. Con su encuentro final parecía que venían a superar las divisiones de los argentinos, sin embargo eso no pudo ser porque ya la división no era entre peronistas y antiperonistas, sino entre los propios peronistas matándose entre sí. El último Perón logró el apoyo decidido de casi la totalidad del mundo no peronista (los que lo votaron y los que no) pero no pudo controlar a su propia creación, el peronismo, el cual con sus terribles luchas internas impidió que se concretara la unidad nacional y estallara la violencia irracional. Y ahora, en el siglo XXI seguimos esperando aún al estadista que el siglo XX nos negó.

Hoy tenemos a un outsider, coyunturalmente en su mejor momento y que, por supuesto, tiene la oportunidad si le van bien las cosas de convertirse en estadista. Pero no solo si tiene éxito, sino si además quiere apostar a la unidad de los argentinos, cosa que por ahora no parece estar ni en su modo de ser ni en sus ambiciones. Ojalá nos equivoquemos.

Fuera de la Argentina citemos algunos estadistas, o sea políticos que consideran como una argamasa indisoluble a la unidad nacional y el progreso, para ellos no existe uno sin el otro. Pero son estadistas porque además de tener esa concepción, la logran llevar a la práctica y triunfar, generalmente a contrapelo del establishment que los acompaña. Nelson Mandela, en contra de los suyos y con el escepticismo de sus enemigos, logró una Sudáfrica unida cuando todos pensaban que venía a vengarse de las humillantes afrentas recibidas por su gente. Winston Churchill que cuando todo el mundo occidental (e incluso el mismo Stalin) pensaban que para contener, al menos coyunturalmente, a Hitler había que negociar las cosas que él führer proponía negociar, él no lo creyó en absoluto. El inglés conservador siempre pensó que la más mínima concesión al nazi alemán era una derrota fatal para el resto del mundo, por eso, incluso contra toda la propia dirigencia británica, su intransigencia antes de iniciarse la guerra, fue rotunda. Vio lo que nadie veía, fue el único que entendió la verdadera naturaleza inéditamente destructiva del poder nazi, porque era algo novedoso difícil de ver. Más atrás en la historia Abraham Lincoln fue un estadista, porque cuando todos le proponían para finalizar la guerra civil negociar primero la paz y dejar para el futuro la liberación de los esclavos, él sostuvo que uno no podía ir sin el otro. Se impuso, y a partir de su triunfo, los EE.UU. no frenaron hasta convertirse en la primera potencia mundial. Napoleón Bonaparte, luego de la revolución francesa, para acabar con la facciosidad revolucionaria pero a la vez seguir sosteniendo los ideales de la república revolucionaria, introdujo en toda la Europa absolutista los valores liberales. Es cierto que en una mano portaba la espada, pero en la otra el Código Civil. Aún con su derrota coyuntural por las armas, la Europa después de Napoleón sería otra muy distinta que la anterior. E incluso a pesar de la posterior restauración monárquica, a partir de 1930 se instauraría lo que debió haberse instaurado en 1789 si en aquél entonces la revolución hubiera sido conducida por un estadista: la monarquía constitucional. O sea, que a la larga, la acción de Napoleón abrió definitivamente las puertas al progreso de Europa, evitando el fracaso histórico de una revolución encerrada en su propia guerra de facciones. Otro arquetipo de estadista es Charles De Gaulle, que además de salvar a Francia en la guerra, reconstruirla posteriormente y ser uno de los gestores de la unidad europea, cuando sus jóvenes herederos, lo enfrentaron en las jornadas de mayo del 68, en vez de ponérseles en frente, prefirió renunciar. Con el tiempo esos jóvenes serían las nuevas elites, los herederos pródigos de un padre generoso. Hablamos del mismo De Gaulle que la vez en que detuvieron a Jean Paul Sartre, su enemigo ideológico, exigió su inmediata liberación diciendo que no se puede meter preso a Voltaire. Para finalizar existe acá cerca de nosotros y ahora mismo, un pequeño país donde aunque uno no sea estadista, tiene que aprender a serlo para gobernarlo. Nos referimos a Uruguay. Donde la unidad nacional y el progreso integral son una sola cosa. Donde Julio María Sanguinetti y José “Pepe” Mujica, el expresidente conservador y el ex presidente progresista, hasta escriben libros juntos. Casi una pequeña isla que nos trae añoranzas de algo que nunca pudo ocurrir entre nosotros: lo que debió haber sido la Argentina toda y que a pesar de que a veces se intentó con cierto éxito, a la larga o a la corta siempre se frustró.

Sintetizando, en este mundo actual (con referencia principal a la Argentina) donde de una manera significativa las elites dirigentes han traicionado a los pueblos que debían representar, la tarea de acabar con esa traición parece estar correspondiéndole en primer lugar -y por decisión popular-, a los outsiders quizá porque ya casi no existen (si existe alguno) estadistas entre las decadentes elites. Pero si queremos que todo termine bien, la tarea de generar los consensos y los progresos definitivos debería corresponderle a políticos con mentalidad de estadistas. Ya sea que los outsiders comprendan lo que eso significa y se transformen en estadistas, o que vengan otros a reemplazarlos.

* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar

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