Hay crímenes que llevan la firma del autor. Si un proyectil Qassam cae en Sderot o alguna otra ciudad cercana a la franja de Gaza, lleva la firma de Hamás. Si aparecen cadáveres colgando de puentes en México, la firma al pie del crimen es del narcotráfico. Por eso todas las miradas se dirigen al Kremlin cuando un opositor ruso es envenenado.
En la era soviética, los químicos del KGB se especializaron en crear venenos tan fulminantes como indetectables. El laboratorio principal estaba en Lubianka, el cuartel general del poderoso aparato de inteligencia. Cientos, sino miles, de enemigos internos y externos del poder soviético habrán muerto envenados, sin que los médicos que intentaron salvarlos descubrieran la causa del deceso. Pero en las últimas décadas, si un opositor o denunciante del gobierno ruso empieza a agonizar por razones misteriosas, como Alexei Navalni, las sospechas apuntan al Kremlin.
A esta altura de la historia y de la larga lista de envenenamientos, al pie de esos crímenes parece leerse la firma del dueño del poder en Rusia.
No todos los enemigos de Vladimir Putin murieron por envenenamiento. Boris Nemtsov, ex vice-primer ministro de Boris Yeltsin que se había convertido en tenaz desafiante del jefe del Kremlin, fue acribillado a balazos sobre un puente de Moscú. También murió baleada Anna Politkovskaya, la periodista que denunció los crímenes de guerra cometidos para aplastar el independentismo checheno en el Cáucaso. Pero antes de que le dispara a quemarropa quien había tocado el timbre en su departamento moscovita, a Politkovskaya le habían servido un té envenenado en un vuelo de Aeroflot. En lugar de beberlo, lo guardó en un frasquito y lo hizo analizar en un laboratorio de su confianza.
Cuando Navalni entraba en coma en un hospital siberiano, muchos repasaban la larga lista de envenenados. Alexander Litvinenko, el ex agente del FSB que se llevó a Londres muchos secretos explosivos del presidente, murió intoxicado con Polonio 210. Sergei Skripal, otro ex espía ruso que terminó enfrentado con Vladimir Putin, sobrevivió milagrosamente a un envenenamiento que también afectó a su hija, exiliada con él en Salisbury. Y enemigos externos, como el líder de la Revolución Naranja, en Ucrania, Viktor Yushchenko, fueron inoculados con venenos rusos. Al dirigente anti-ruso que le quitó el gobierno ucraniano al partido pro-ruso, no quisieron matarlo, sino deformarle el rostro. Lo consiguieron.
En esa larga lista entraría Alexei Navalni, enemigo número uno de Putin por investigar y difundir la corrupción en las altas cúpulas del Estado ruso. Sus investigaciones y denuncias lo convirtieron en una figura relevante para la Rusia que siente a la era Putin como un zarismo con ropaje republicano, en el que, como en los tiempos de Iván Vasilievich IV, alias “el Terrible”, los que se someten al déspota se enriquecen a la sombra del poder, y quienes lo desafían sufren acoso administrativo, persecución judicial, otros tipos de hostigamientos, corriendo también el peligro de ser asesinados.
El principal instrumento de ese poder oscuro con atuendos institucionales democráticos, está en los aparatos de espionaje. El nacionalismo imperante es heredero de la Unión Soviética en materia de control de la sociedad, aunque actúa con mayor hipocresía.
Quizá fue por enfrentar al hombre que comenzó a tejer poder como agente del KGB y llegó al Kremlin por garantizarle a Yeltsin que, al dejar la presidencia, no sería procesado por la corrupción que manejó su hija Tatiana Yumasheva, es que al abordar un avión en Siberia, Navalni sufrió una descompostura que lo puso en coma.
Nadie creerá que se indigestó, o que somatizó vaya a saber qué angustia o preocupación. Si un enemigo del poder imperante cae repentina y misteriosamente en grave estado, todos piensan en venenos indetectables como los que creaban los químicos soviéticos en el cuartel general del KGB. Y los ojos del mundo convergen sobre el Kremlin.