Usé, durante casi 40 años, un par de aros en forma de diminutas flores de diamante. Las tuercas que los ajustan son de oro blanco, al igual que sus tallos que contienen las piedras. Se componen de 13 pétalos de unos cristalitos con caras regulares que reflejan la luz y devuelven un destello blanco a quien las mira. Fueron un regalo que llegó a mis manos en mi doceavo cumpleaños, como una entrega especial que le encargó mi bisabuela a mi madre cuando nací.
Para mi mamá en aquellos días, estos gestos relacionados con su primogénita estaban llenos de emoción. Es que mi nacimiento fue algo accidentado para las dos; nos salvamos mutuamente de un destino trágico en una madrugada de primavera, y luego estuvimos separadas durante 33 días por un vidrio de la neonatología del Policlínico de Cuyo.
El destino de esos brillantes engarzados en oro blanco no fue, entonces, adornar las orejas de mi abuela, -su única hija mujer -; ni siquiera las de la primera de sus seis nietas mujeres. Ella decidió, inexplicablemente, que me tocaran a mí, con la indicación expresa de que sólo los usara yo. Nadie en la Tribu familiar sabía de la existencia de estos aros, eran una historia secreta que se mantuvo oculta, como descubrí unos días después de recibirlos.
Estaban una cajita forrada en un terciopelo color granada que mi madre me dio cuando decidió que yo ya tenía una edad en la que podía empezar a usar esas joyas. Fue ahí, con esa curiosidad característica de los niños, que yo me deslumbré más con la caja que con el platino y los diamantes. Mientras la examinaba me pareció sentir un sonido extraño en ese colchoncito de raso que contenía los aros y tiré de él.
Se levantó con facilidad y dejó al descubierto varias páginas de un papel vegetal muy fino, como de calcar, cuidadosamente plegadas para encajar dentro de la caja. Las abrí con suavidad, para no rajarlas. Tenían una letra minúscula escrita con pluma. Comenzaba con un texto que mi bisabuela había transcripto: “Que el sol haga brillar tus días, que las estrellas iluminen tus noches, que siempre haya flores en tu camino. Que la providencia resguarde a tus hijas y a las hijas de sus hijas; que tu familia permanezca unida ante cualquier tormenta”. Decía que esa fue una bendición que le entregó una gitana que conoció en Milán junto a la historia de los aros y una profecía asociada a ellos.
Las flores de diamantes fueron un regalo de agradecimiento a mi bisabuela que nació en Italia. Era una niña de ojos verdes y mirada transparente, de carácter decidido, modales suaves y una inclinación natural a identificarse con los sentimientos de los demás. Encontraba algo bueno en todos los que conocía. Así lo demostró con un niño que sus compañeros de escuela marginaban; un morocho retraído, algo esmirriado, diferente en sus costumbres, a quien le costaba encontrar su lugar en un grupo impiadoso con los distintos.
Una helada tarde de invierno recorrían juntos parte del trayecto que los conducía de la salida de la escuela. Caminaban por el borde del Río Lambro, que atraviesa Milán hacia el Este. Llevaban un buen rato arrojando piedras y aviones de papel que quedaban a mitad de camino y no conseguían llegar a la otra orilla, cuando él casi lo consiguió. Pero el impulso lo llevó a perder el equilibrio en la orilla y en segundos estaba en el medio de un río en el que no hacía pie.
Mientras ella pensaba cómo ayudarlo a salir, vio que se hundía cuando divisó una vieja silla destartalada y, con sabiduría y pericia, desmontó el asiento y lo arrojó con fuerza delante de él. Corrió río abajo por la orilla al tiempo que buscaba una cuerda o algún elemento que la ayudara a sacarlo de la corriente. Cien metros adelante encontró un sauce llorón de ramas flexibles, como lianas. Sin dudar se colgó de un manojo que se mecía por encima de su cabeza hasta que logró desprenderlas. Las sostuvo de un extremo y a la vez las empujó lo más lejos que pudo, hacia el medio del río, hasta que él logró sostenerse a tiempo. En la margen de las aguas se abrazaron largamente mientras él se sacudía el miedo y el frío.
Al día siguiente, en la escuela, él la esperaba con su madre, una gitana de nariz aguileña, mirada decidida y pelo de azabache, que la besó mientras le entregaba un paquetito que encerraba un par de aros: dos pequeñas joyas resplandecientes. Luego susurró en su oído una bendición y recitó una profecía -que explicó-, estaba ligada a los aros: sólo podían usar esas flores de oro y diamantes las primeras hijas, nietas o bisnietas de su familia. Quien las portara obtendría una memoria privilegiada que le permitiría recordar, registrar y almacenar las historias y tradiciones familiares.
Mi bisabuela nunca reveló esta historia a sus padres. Temió algún castigo por arriesgar su seguridad en el río. Nunca descubrí por qué tampoco se lo contó a su hija -mi abuela-, o eligió a su primera nieta como destinataria de semejante don. Sólo sé que al mirarme en el espejo recordaba la historia de mi bisabuela heroína y tomaba nota en un cuaderno sobre alguna costumbre o tradición de la Tribu.
Hace unos días decidí que es tiempo de pasárselos a mi hija, una de las personas más nobles, valiente y extraordinarias que conozco. Los entregaré junto a la bendición, la profecía y el relato de los detalles de su nacimiento.
* tinafunes@gmail.com Tw:@FunesMartina