El alcalde giró la cabeza indignado y furioso por la impertinencia. El sujeto, desgreñado en su atuendo, traspasó con prisa y sin anuncio el pórtico de entrada de la residencia, ubicado en la otra punta del gran patio, resoplando con agitado esfuerzo por su apurado paso, y mascullando palabras atropelladas, mientras se dirigía en dirección hacia donde él se encontraba. La guardia lo detuvo a los pocos metros, apenas sobrepasado el dintel de algarrobo de la arcada que lucía, orgullosa, la talla del escudo de su casa, y desde cuya altura, un león mal cincelado de ojos achinados, observaba la escena.
Con un gesto lento de su dedo índice, realizado con la mano diestra en alto, el alcalde pidió que lo acercaran a unos metros de la silla de mano en la cual descansaba, abanicado por una de las muchachitas nativas de su servicio, donde de pie, el recién llegado apuró su relato.
Frente al ceño fruncido del funcionario, el hombre describió raudamente la escena que tenía al par de pobladores como protagonistas, y que, casualmente avizorara en los confines de una de las propiedades del poblado, hace momentos, mientras recorría el trayecto que bordeaba la acequia del rey. Apuntó en el aire, señalado a la distancia, la apurada narración, mientras afluía dolor en sus brazos, por los bruscos apretones de los centinelas de la casa que lo habían asido bruscamente hacía instantes.
Minutos después, cuando la pequeña guardia, enviada presurosa por el alcalde luego del aviso del ocasional observador, llegó a la escena, los contrincantes se aplacaron, azuzados por los gritos de alto, los ruidos de los cascos de los caballos, y el farragoso polvo que levantara la galopante partida de jinetes. Aflojando instintivamente la presión de los dedos sobre las armas, brillosas bajo el abrasante sol de diciembre, bajaron sus defensas a coro. Descubiertos en pleno duelo, en el que se medían en cuclillas, con el espadín en una mano y la daga en la contraria como marcaba la técnica de esgrima española enseñada en el villorrio hacía casi media centuria por el viejo alférez de la época de la fundación, fueron detenidos a la vera de la acequia, testigo cristalino y rumiante, y causa, a su vez, de la disputa.
El cabildo ya había prevenido con hartazgo, so pena de duros castigos, como anunciaran los pregones, sobre las riñas. Y esta lid trasvasaba los límites de la tolerancia. No habían sido suficientes las órdenes expedidas respecto a los desvíos inconsultos de las acequias, ni las prohibiciones de uso sin autorización, y, como si eso no bastara al desacato, los pobladores se ajusticiaban por encima de la autoridad, como si fueran las épocas del Cid a la vera de los pozos de aguas toledanos.
Al día siguiente, amparados por la tenue brisa matinal que entraba por los postigos entreabiertos, breve descanso de los calores que se anunciaban para la jornada, el grupo de alcaldes, reunido en los rústicos escaños del chato y polvoroso edificio del cabildo, escuchaba asintiendo con preocupación el testimonio de uno de sus miembros. Después de narrar lo acaecido en su casa la jornada anterior, y dar detalles del inminente derramamiento de sangre evitado por su guardia personal respecto a los disputantes de la acequia -los cuales, a esa altura, aplacaban la bronca mutua, recluidos en el fuerte a modo de escarmiento- manifestó, seseando, con firmeza: “A fe mía os prevengo, vuestras mercedes, que ya bastantes excesos hacen ruido tras la cordillera respecto de estos yermos olvidados de Dios! Si no es la barahúnda de los indios y sus pretensiones de sembradíos, son los daños a la acequia del molino…Y sino esto! ¡Vale Dios! …estos guzmanes devenidos propietarios arreglando las cosas a hierro! … y nuestra autoridad, que parece cosa de puro ornamento!… O hacemos algo, o las desgracias nos arrastran. Desde la capitanía no van a tolerar tanta maña”.
Pocas jornadas después de estos sucesos, el día 3 de enero del año 1603, los funcionarios se reunían nuevamente. Vestidos para la sacramental ocasión con sus talares y oscuras vestimentas, las cuales daban al grupo la apariencia de una bandada de búhos, algunos de ellos con sus varas sostenidas en las enguantadas manos, como marcaba la jerarquía, y arreglados previamente los conciliábulos de rigor para proveer el cargo, dispusieron, como reza el acta respectiva: “….que conviene nombrar alcalde de aguas para que la reparta y mande a dar a cada chacra de los vecinos encomenderos, y de los indios naturales y las otras personas que sembrasen, el agua que fuera necesaria…”.
Nacía así la Alcaldía de Aguas, cargo auxiliar de la justicia en el ámbito del cabildo de Mendoza, institución que, a tan solo 42 años de fundada la ciudad, hizo sentir su necesidad apremiante tras las disputas por el uso de sus acequias.
* El autor es abogado y Master en historia.