Los estudios que corroboran la peligrosidad del calentamiento global y sus diferentes efectos sobre la vida en el planeta siguen acumulando evidencias. Sin embargo, no se advierte que la comunidad internacional actúe en consecuencia.
Si vale la comparación, la pandemia ocasionada por el coronavirus ha demostrado la imperiosa necesidad de que el mundo entero tome medidas similares, que cada país transparente sus estadísticas y que los países ricos colaboren solidariamente para que los países pobres también cuenten con vacunas para sus habitantes. En el centro de ese operativo, con sus más y sus menos, hay una organización internacional que, con sus expertos y sus asesores, recoge, evalúa y comunica cada avance que se produce en el conocimiento del virus y de la enfermedad.
Pues bien, algo similar debiera ocurrir con la amenaza del calentamiento global. El problema no es nuevo. Las reuniones internacionales vinculadas a la cuestión climática son habituales desde 1995. El primer protocolo que se estableció para reducir las emisiones de dióxido de carbono data de 1997 y fue firmado en Kioto, Japón. Este fue reemplazado en 2015 por el Acuerdo de París, cuyo principal compromiso fue mantener el aumento de la temperatura media mundial por debajo de dos grados centígrados respecto de los niveles preindustriales.
Un punto clave para lograr el objetivo es cambiar la actual matriz energética, reduciendo de modo paulatino pero constante el uso de combustibles fósiles. Las fuentes alternativas serán probablemente más caras y los automóviles no serán tan accesibles como en la actualidad, pero eso asegurará que la humanidad pueda sobrevivir.
Caso contrario, una serie de catástrofes naturales se volverán habituales, subirá el nivel de los océanos por derretimiento de los hielos, habrá más enfermedades y menos alimentos, los cuales, entonces, también serán más costosos.
Un estudio reciente de investigadores de la Universidad de Notre Dame, Estados Unidos, tras comparar datos de 176 países, demuestra que los de bajos ingresos tienen muchas más probabilidades de verse afectados primero, tanto por la contaminación tóxica como por el cambio climático.
En otras palabras, hay una relación estadísticamente significativa entre la distribución espacial del riesgo climático y la contaminación tóxica, dos fenómenos que interactúan y generan múltiples problemas; por ejemplo, un aumento de las tasas de enfermedades y muertes relacionadas con el calor, así como una mayor toxicidad de los contaminantes ambientales.
El resultado del estudio se puede traducir en números: el tercio de países con mayor riesgo de enfrentar este cuadro representa más de dos tercios de la población mundial y se concentra geográficamente en países de bajos ingresos de África y el sudeste asiático.
Lo que ocurra en esa área repercutirá en todo el mundo. Por cierto, ya lo hace, en muchos sentidos. De modo que no hay opciones a la vista: la cuestión ambiental debe regir la reformulación de nuestra forma de vida.
Urge que cada país diseñe e implemente cuanto antes un plan de descarbonización y que se proponga una reorganización de su economía basada en una menor emisión de gases contaminantes.