Juicio al modelo y bisagra en el ciclo

El modelo oficial es algo muy parecido a un país de restricciones. Por eso la pandemia fue interpretada como una ocasión inmejorable para aplicarlo.

Juicio al modelo y bisagra en el ciclo
Alberto Fernández enfrenta otra dura prueba en las urnas.

Alberto Fernández suele mencionarlo a veces: el trauma del día 99. Se trata del conflicto abierto que las urnas resolverán hoy. ¿En qué consiste? El Gobierno nacional cree que la crisis se desbocó porque el día 99 de su gestión empezó la pandemia y no pudo aplicar su modelo político y económico. Las elecciones definirán si el país piensa lo contrario: que la crisis se agravó justo porque desde el día 99 el Gobierno se aferró a su modelo. Si se confirma el voto de las PASO, ese modelo no podrá continuar. De allí el alto grado de incertidumbre que rodea el escenario del día después. El Gobierno deberá enfrentar, mientras se agrava la crisis, nada menos que una crisis de identidad.

Conviene repasar el trazo grueso del modelo que entró en revisión: estado de excepción, aislamiento externo, asistencialismo ampliado, dirigismo estatal, financiamiento con emisión. Un país de cepos, con libertades dirigidas. No era sólo que la emergencia sanitaria obligó a endurecer restricciones de todo tipo.

El modelo oficial era en verdad algo muy parecido a ese país de restricciones. Y la pandemia fue interpretada como una oportunidad inmejorable para aplicarlas. El Gobierno se encontró con una irrefutable justificación de emergencia para patrullar a la sociedad civil y aplicar su receta dirigista.

Ese experimento social, desarrollado a lo largo de la cuarentena extendida, encontró al menos dos límites. El económico (que era previsible, venía implícito en la disfuncionalidad de una receta que sólo fracasos cosechó en el mundo) y el político: el voto de las primarias obligó a restaurar libertades restringidas. Pero hay una dimensión mayor, implícita también en el resultado de hoy. La magnitud de la crisis, medida por cualquiera de los indicadores que quiera elegirse, obliga a considerar si las elecciones serán sólo una evaluación del modelo aplicado o una expresión más abarcativa,, sobre todo un ciclo político.

A veinte años de la crisis que formateó con nuevos parámetros el sistema político, los indicadores socioeconómicos parecen el mito del eterno retorno. Los datos de desempleo, pobreza, deterioro educativo, inseguridad, endeudamiento externo, caída del salario e inversión privada, son iguales o peores que los de 2001.

Hay dos indicios de que ese ciclo muestra síntomas de clausura. El primero es que los planes sociales -la herramienta principal de contención aplicada desde entonces- son ahora, por su uso excesivo, un antibiótico ineficaz. El economista Eduardo Levy Yeyati lo resume de este modo: las primarias pusieron en evidencia que esa idea de que se vota al que entrega planes sociales ya no es completamente verificable.

El segundo indicio es que los referentes sociales que en 2001 emergieron de la protesta hoy están todos en el Gobierno. Después de haber conseguido una legitimación política relevante durante la gestión de Macri, se institucionalizaron por completo para aplicar de manera ampliada su modelo a partir del trágico día 99 de Alberto Fernández. Fueron la calle hace dos décadas. Ahora son el poder.

Suele decirse que en toda crisis histórica los prejuicios tambalean. Los enunciados centrales del relato hegemónico dejan de ser vinculantes. La crisis trae a escena los dogmas que esos prejuicios contienen y los desnuda en su verdad, o en su falsedad. La narrativa del oficialismo nació de una lectura sesgada del año 2001. Tras su extenso paso por la gestión, ofrece ahora una crisis igual. Entre esos dogmas aparecen cuestionados ahora unos cuantos: que no hay derrota electoral posible para el peronismo unido; que sigue vigente (y sólo ellos saben ejecutar) el trueque performativo de favores por votos; que es posible la convivencia simultánea en su trama política del partido de orden y el partido del cambio; y que sólo ese rejunte de coalición puede garantizar la gobernabilidad del país.

¿Qué hará Alberto Fernández con los resultados? ¿Qué hará Cristina Kirchner? Son dos preguntas, no una. Esa duplicidad es una evidencia simplísima, pero de primera magnitud. Suficiente para descartar sin más que la gobernabilidad duerme sin riesgos.

Todo lo que orbita alrededor de la dupla está convulsionado. La CGT prometió la primera manifestación del día después. El Presidente lo considera un apoyo. Pero puede colisionar con otra marcha que se concretará mañana: Martín Guzmán y Miguel Pesce cruzarán la Plaza de Mayo para comunicar que el tiempo de la vacilación se agotó. También entrará en revisión la territorialidad del voto. El día después para los gobernadores es un plazo exiguo de 15 meses, a partir de mañana. El calendario electoral en las provincias comenzará antes de la próxima presidencial. Para la cual tampoco los gobernadores tienen un proyecto visible de alcance nacional.

Aunque el Gobierno convoque a un acuerdo político a sus adversarios, todas estas tensiones se expresarán en la escena del nuevo Congreso. Con una particularidad: el panorama que se avecina es de una paridad tan marcada que operará como incentivo para una mayor fragmentación.

Con la crisis acelerándose, el voto cargado de ansiedades, el discurso político anclado en la polarización, y el horizonte de 2023 tensando hacia la fragmentación, no faltan ingredientes para que el país entero contenga esta noche el aliento, ante la inminencia de una escena peor.

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