Dos años atrás asistimos a una doble conmemoración de nuestras tradiciones culturales: el bicentenario de la biblioteca pública fundada en Mendoza y los 150 años de la primera edición del poema El gaucho Martín Fierro. Una y otra enhebran experiencias de lectura que modelaron las imágenes de la provincia y del país en el curso de una poderosa transformación económica, urbana, social, política y cultural que coaguló entre las últimas décadas del siglo XIX y las celebraciones del Centenario.
El nuevo clima de época quedó reflejado en el nutrido corpus de libros de la biblioteca San Martín que había estado regida por textos distintivos de la Ilustración francesa y escocesa, el movimiento romántico europeo, americano y argentino, tratados de derecho público y constitucional y obras de referencia del modernismo. Pero junto a ese catalogo libresco, la oferta de lecturas incluía los principales exponentes de la literatura gauchesca: el famoso poema de José Hernández y las novelas policiales de Eduardo Gutiérrez, el escritor que había consagrado a Juan Moreira y Hormiga Negra como personajes icónicos de los arrabales porteños. El éxito editorial de esa saga literaria ponía de relieve no sólo el impacto de las políticas de alfabetización imantadas por el sistema educativo público que fungía a las argentinas y argentinos oriundos de familias nativas o inmigrantes; también hacía patente la emergencia de un fenómeno cultural inédito en el campo de las letras y de la lectura popular que recogía tradiciones políticas y relatos orales ampliamente difundidos en el siglo XIX y el cambio de siglo.
En 1872 José Hernández había publicado el poema El gaucho Martín Fierro bajo el formato de folletín ilustrado que cautivó al público de las campañas rioplatenses. El éxito editorial obtenido lo condujo a ensayar una nueva empresa editorial en 1879 que tituló La Vuelta de Martín Fierro, que volvió a cautivar al lector rural ávido de conocer las peripecias y desgracias del personaje ficcionalizado que exhibía las vicisitudes de la población campesina nativa expuesta a la competencia de mano de obra europea, las levas forzosas y la arbitrariedad de la justicia y del poder rural que los conducía al mundo de la frontera.
En el primer poema Hernández aspiró a narrar la existencia y los avatares de un grupo social por boca de uno de sus representantes imitando su voz y cosmovisión del mundo para lo cual recreó el canto del payador para denunciar una realidad social, política y económica que consideraba injusta, concientizar a sus víctimas y advertir a las dirigencias liberales sobre los efectos o decepciones introducidas por la transformación económica. Para narrar ese drama, Hernández recogió la genealogía literaria de los cantares matonescos y los romances de guapos y valentones españoles de los siglos XVI y XVII. Esas historias solían ser acompañadas con la guitarra o la viguela alrededor de fogones o pulperías, y tenían como protagonistas a jóvenes desgraciados, presos políticos o desertores perseguidos por la fatalidad e incomprendidos por la sociedad que los condenaba a vagabundear en sus márgenes. No obstante, el “argumento” con el que se propuso capturar la atención del público reactualizó esa tradición en un nuevo contexto. Con ello, y como sugirió el profesor Borello, el autor del Martín Fierro introducía novedades en el género gauchesco rioplatense al retomar el sentido social y justiciero de los cielitos de Bartolomé Hidalgo, eludir el romanticismo de Estanilao del Campo o esquivar las enumeraciones y diálogos de Hilario Ascasubi. A esas vertientes literarias, la poesía de Hernández sumaba un ejercicio literario y político forjado a la luz de la observación directa, y del conocimiento de las formas de vida de la población rural, que ya había anticipado como periodista: la precarización de pequeños productores rurales y de sus familias expuestas a la presión del estado, del mercado y de la inmigración europea; las elecciones y las guardias nacionales, el acicate de la participación política popular; la injerencia de los comandantes y jueces de paz en la vida política de la campaña, y el tema angular de Hernández, la política de tierras convertida en el “veneno temático del gaucho”.
Pero en La Vuelta del Martín Fierro, la temática difiere porque abandona el tono de denuncia, y lo remplaza por un argumento que invita a los paisanos a adaptarse al nuevo contexto con el fin de evitar la exclusión. Por cierto, ese giro no resulta independiente del contexto en que la obra fue concebida y escrita. A esa altura, Hernández había dejado de ser opositor, integraba el partido autonomista y ocupaba un escaño en la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires que lo condujo a apoyar la ley que federalizó su capital convirtiéndose en defensor del federalismo centralizador.
La enorme repercusión de ambos poemas entre el público rural no fue equivalente al éxito editorial en el mundo urbano, aunque contribuyó a sedimentar un campo de lectura popular que ganó complejidad y densidad en el cambio de siglo. Para entonces, Eduardo Gutiérrez había publicado novelas policiales en base a la ficcionalización de historias de sujetos anónimos perseguidos por la justicia, que cautivaron al lector urbano. A partir de allí personajes como Juan Moreira y Hormiga Negra pasaron a representar prototipos heroicos de la vida urbana y cultural ya complejizada por el flujo inmigratorio europeo, el goteo intermitente de migrantes internos a la gran ciudad y la reacción correlativa de la población nativa ante tales transformaciones. La popularidad alcanzada por los personajes creados por Gutiérrez fue tributaria también de formas de difusión complementarias. En particular, las representaciones teatrales puestas en escena por artistas extranjeros y aficionados nativos, en el clásico escenario del circo criollo, cumplió un papel primordial al recrear, adaptar y reinventar aquellas historias que la crítica catalogó como punto de partida del teatro nacional.
Naturalmente, aquel capítulo de la literatura nacional no podía quedar encapsulado en la geografía porteña o rioplatense sino que su propia conformación requería validaciones y consumos más amplios: así lo demuestra la oferta de piezas criollistas difundidas en la prensa periódica de las provincias y leídas en las escuelas, y los catálogos de las bibliotecas públicas donde figuran junto a las obras de los escritores o publicistas del siglo XIX argentino que habían proyectado y construido los pilares de la identidad y cultura nacional.
* La autora es historiadora del INCIHUSA-CONICET y la Universidad Nacional de Cuyo.