Un dedo cercenado, defecaciones en la cama marital, violencia, drogas, maltratos, sumisiones. Los detalles ventilados en el juicio de los actores Johnny Depp y Amber Heard son más propios de una retorcida comedia negra al estilo La guerra de los Roses que de una supuesta “relación sentimental”.
Sin embargo, las repercusiones que ha tenido van más allá del morbo o de las tomas de posición por uno u otro actor, como si de un combate de la UFC se tratase. Por el peso simbólico de una derrota contundente de la actriz en esta pelea (por puntos, eso sí), lo que ha representado es una demolición del aura supuestamente impoluta del movimiento #MeToo (“Yo también”), que surgió a partir de las denuncias y posterior condena al repugnante Harvey Weinstein.
En aquel entonces, ese movimiento instó a muchas mujeres a denunciar como fuera los abusos que decían haber sufrido, pero se convirtió también en un emblema de cierto feminismo actual, que toma hechos puntuales, reales y contundentes, para deformarlos en generalizaciones absurdas que, sin embargo, mantienen su poder discursivo por la habilidad de manejar las culpas y el temor de aquellos que osen discutirlo.
Todo esto, es decir, lo del supuesto “fin” del movimiento y los excesos de sus prédicas, no son conclusiones de este columnista particular. La caída del caballo que ha representado este caso lo están reconociendo muchos analistas, especialmente, en Estados Unidos. Entre estos están los que lamentan y los que celebran tal derrota. Lo cual indica que el cimbronazo es real y el #MeToo y la genuinidad del feminismo más fundamentalista están en entredicho.
Una de las primeras en asumirlo fue la periodista Michelle Goldberg, con su artículo en el New York Times titulado “Amber Heard y la muerte del #MeToo”, que sin embargo se ponía del lado de la actriz.
A veces uno debe dejarse llevar por el optimismo. En este caso, podría esperarse que el golpe al movimiento sea nada más que para mostrar que —fuera de la legitimidad de cualquier víctima por denunciar a su agresor— no todo denunciante es víctima ni todo denunciado es culpable. Porque el #MeToo derivó en cataratas de denuncias por cualquier medio y en lemas como el muy argentino “Hermana, yo te creo”, que da a entender algo insólito: ninguna mujer miente y todos los hombres son culpables hasta que se demuestre lo contrario. O ni siquiera así.
En una nota reciente, la periodista argentina Claudia Peiró recordaba lo que pasó con Sandra Müller, quien denunció que en una fiesta con copas de más, el director de un canal de TV le dijo: “Tienes grandes pechos, eres mi tipo de mujer, te voy a hacer gozar toda la noche”. Un comentario desubicado que mereció una disculpa al día siguiente de parte de Éric Brion, el autor del “piropo”. Sin embargo, la denuncia de Müller incluía su incomprobable afirmación de que esto le había provocado “vergüenza, negación, deseo de olvidar”. Por supuesto, el resultado fue que nadie la cuestionó: Brion fue despedido de su trabajo, perdió su matrimonio y su honor. Aunque demandó a Müller y en un principio se le dio la razón, perdió la demanda tras la apelación de esta. Como apunta Peiró en su artículo: “La perspectiva de género metió la cola y no se hizo justicia”.
En este punto puede decirse que Depp estaba en desventaja al demandar a Amber Heard. ¿Quién iba a creerle a aquel al que la actriz había convertido, en un artículo, en emblema del esposo maltratador? ¿Cómo podía ganar si justamente el juicio por difamación fue porque, por lo que dijo su exmujer, él perdió contratos (no pudo filmar la nueva película de Piratas del Caribe), debió exponer detalles de su intimidad y se expuso a ser blanco del discurso dominante? Lo reconocía la autora del artículo sobre la muerte del #MeToo: “Incluso si se cree que Heard actuó de manera inexcusable, la idea de que ella fuera la principal agresora —contra un hombre más grande y muchos más recursos (...)— desafía la lógica”.
Y es que el movimiento #MeToo y todo feminismo que prefiera los daños colaterales a la justicia, no hace más que servirse del “sesgo gamma”, estudiado por los psicólogos John Barry y Martin Seager. “Este tiene lugar cuando se maximizan las diferencias de género que perjudican a las mujeres (la brecha salarial, el techo de cristal, etcétera), pero se minimizan las que perjudican a los hombres (fracaso escolar masculino, profesiones peligrosas, etcétera)”, como explica el filósofo Eduardo Zugasti. “El sesgo gamma condiciona especialmente la percepción social de quien perpetra o es víctima de algún daño, y estaría influido por lo que Tania Reynolds denomina ‘tipificación moral’ vinculada al género, o el hecho de que estereotípicamente tendemos a asociar a las víctimas con lo femenino, y a los perpetradores con lo masculino”, amplía.
Si algo bueno puede salir del juicio Depp-Heard, creo, es justamente el fin de un movimiento que por combatir las injusticias, comete otras peores. Uno desea que impere la cordura en todo esto, y que surja algo superador al #MeToo, que acepte de una vez que ni el maltrato ni la violencia tienen género. Tampoco la mentira. Mucho menos, la verdad.