Con la caída del imperio soviético entre fines de los 80 y principios de los 90 del siglo XX, el mundo cambió drásticamente. En todos los aspectos. La dinámica tecnológica (a la cual el rígido mundo comunista no se pudo adaptar) se aceleró al infinito, se anunció el fin de la historia como el triunfo absoluto de un mundo unipolar liberal capitalista, y la globalización económica comenzó su marcha que se suponía ininterrumpida. Como era de prever, nada fue tan lineal. Ni la historia finalizó, ni el mundo se hizo unipolar, y la globalización sufrió similares crisis (2008) a las que padecieron todas las etapas capitalistas de los últimos dos siglos. El mundo varió drásticamente, es cierto, quizá como nunca antes, pero sin embargo el pasado no murió del todo y pugnó denodadamente por infiltrarse en el nuevo tiempo, a veces con gran éxito. Con progresistas que añoraban la guerra fría y con derechistas simpatizantes del fascismo mussoliniano. Hasta que al final, en los años presentes, todo se transformó en una torre de babel donde se mezclaron los idiomas y nadie entiende nada ni a nadie. Ya no se habla tanto de izquierdas-derechas, sino de casta-pueblo. Todas las instituciones liberales, que a diferencia de las soviéticas no se derrumban, se deterioran internamente con una fragilidad espantosa y ya casi nadie cree en ellas. La izquierda progresista que defiende la total libertad sexual en Occidente, a la vez defiende la total represión sexual en Medio Oriente en nombre de la “identidad cultural” y de la “lucha contra el imperio”. Mientras que las derechas ultra-conservadoras son votadas masivamente por el pueblo llano en grandes países americanos como Estados Unidos, Brasil y Argentina. Y se expanden por toda Europa.
Tanto estas nuevas izquierdas como estas nuevas derechas ven con desconfianza a todo tipo de globalización, por lo que su novedad principal en términos políticos consiste en apostar a imposibles retornos a paraísos idílicos que nunca existieron, mientras la tecnología avanza hacia el futuro tan veloz y rápidamente que ninguna de estas ideas vetustas las puede seguir. Vale decir, en tanto la tecnología habla cada día más un mismo idioma y es futuro puro, la política de babel confunde todos los idiomas, a la izquierda con la derecha, a los de arriba con los de abajo, al presente con el pasado, a la utopía con la distopía, al avance con la regresión. Y entonces, a los pueblos no les queda más remedio que los estados de anarquía o la apología de líderes mesiánicos. La nueva rebelión de las masas. O, en términos más actuales, la rebelión de los públicos. En fin, tanto y tan original como para escribir miles de libros y filmar miles de películas.
En este nuevo mundo que políticamente ya lleva 35 años y recién está en sus primeras transformaciones (y si éstas son gigantescas imaginen lo que nos espera de aquí en más) la relación de la Argentina con el mundo se puede equiparar en gran medida a la relación de la Argentina con los Estados Unidos, para ver qué tipo de implicancia tenemos o podemos tener los argentinos en tan impresionantes cambios, sobre todo cuando parecemos ser un país cuyo faccionalismo interno no nos permite ser parte del nuevo tiempo en la medida de nuestro significado proporcionalmente objetivo en el mundo. Como lo supimos ser a principios del siglo XX, del cual a principios del siglo XXI parecemos su antípoda. De un país abierto a un país cerrado a los avances mundiales o en pugna contra ellos. Sin embargo, hoy, quizá algo pueda estar cambiando. Y, en ese sentido, la presencia de nuestro presidente Javier Milei en la asunción de Donald Trump puede ser un hecho simbólico muy interesante para comenzar a reconvertir la historia. Aunque aún no sabemos -como nunca se sabe- si ello será para bien o para mal. No obstante, mucho más mal de lo que estamos no parece ser posible, por más que la Argentina sea el país de la dimensión desconocida, donde nada es imposible.
El primer intento de aliarnos a los Estados Unidos en esta nueva era, lo hizo en los 90 el presidente Carlos Menem al expresar su adhesión a la globalización naciente jugando al golf con el presidente de los EE.UU, George Bush padre. Se inició la era de las relaciones carnales. Así como en los años 30 nos propusimos ser parte integrante del imperio británico, en los 90 nos propusimos ser parte integrante del imperio estadounidense. Nos fue mal en los 30 y también en los 90. Ambos imperios querían relaciones carnales promiscuas, pero ninguno casarse con nosotros (aunque el inglés estuvo noviando por décadas). Por eso, a cambio de jugar al golf con el jefe peronista reconvertido a liberal, Bush le pidió el favor de contrabandear armas a países que el imperio apoyaba, cosa que ellos no podían hacer porque las leyes norteamericanos se los impedían, y acá Menem suponía poder burlarlas por la laxitud de nuestras instituciones. Cumplió su misión cuasi delictiva en nombre de su majestad imperial, terminó preso unos días en una casa con pileta, pero la relación carnal no produjo ningún efecto permanente. Solo sexo temporario.
Ideológicamente al revés, pero con igual nivel de irresponsabilidad, el presidente Néstor Kirchner, en 2005, durante la Cumbre de las Américas en Mar del Plata, le tocó cuasi eróticamente la pierna al presidente George Bush hijo, mientras le decía que hiciera caso no a lo que decía sino a lo que hacía, pero a la vez apoyaba en la mismísima Mar del Plata a uno anticumbre yanqui presidida por Hugo Chávez, Evo Morales y Diego Maradona. Comenzaba la era de guerra al imperio, donde nos fue horriblemente mal, pero no tanto por la lucha antiimperial (por otro lado, meramente simbólica) sino por nuestras propias incompetencias, por querer hacer las cosas al revés del mundo, siguiendo las recetas del bolivarianismo o del castrismo. Un regreso al pasado fenomenal.
Con Cristina Kirchner las cosas ya llegaron al nivel de parodia, pese a que ya no se debía lidiar con los “fachos” de los Bush, sino con el “progresista” de Obama. Mientras la organización terrorista llamada ISIS mostraba en la televisión sus decapitaciones, Cristina en la ONU en 2014 acusó que las potencias occidentales fomentaron el crecimiento del ISIS, y frente a un Obama sorprendido, expresó sus dudas sobre la veracidad de las “puestas en escena”. de los crímenes de esa organización terrorista. Y para confirmar a quién estaba acusando terminó su alocución diciendo: “Si me pasa algo, que nadie mire hacia Oriente, que miren al norte”. Más claro agua, para Cristina el terrorismo del ISIS era una invención de los Estados Unidos. Por supuesto que nadie en todo el mundo le llevó el apunte a su delirio “progresista”, en base al cual firmó un pacto con la teocracia iraní para combatir al imperialismo yanqui, entregando con él jirones de soberanía y dignidad.
Todo pareció normalizarse cuando Donald Trump en su primera presidencia asistió a la Argentina de Mauricio Macri para la Cumbre del G20 en 2018. Pese a que Macri había propuesto votar por Hillary Clinton contra Trump, éste, actuando como en la Biblia hizo el padre con el hijo pródigo cuando regresó al hogar, no sólo lo perdonó por su abandono y/o traición, sino que lo colmó de frutos y bendiciones. Lo hizo su representante de hecho en América Latina y le dijo que le pidiera todo lo que quisiera para que pudiera ser reelecto. Macri aceptó y logró, gracias a Trump y solo gracias a Trump, que el FMI le diera el préstamo más grande de toda su historia, pero no le sirvió de nada. Dicen que el préstamo su utilizó para pagar deudas, pero lo cierto es que de ese uso nunca nadie vio o entendió nada. Las macristas no pudieron explicarle a la gente común en términos simples qué hicieron con tanto dinero y los kirchneristas dijeron con liviandad políticamente lucrativa que Macri se lo había repartido con sus amigos. Lo único real es que pese al apoyo total de Trump, Macri perdió las elecciones. Y no digamos frente a quien las perdió, porque daría risa y pena a la vez.
Sin embargo, ese día del G20 en la Argentina, en la lujosa ceremonia en el Teatro Colón con todos los principales presidentes del mundo presentes y alabándolo hasta el hartazgo, Macri debió haberse sentido, aunque sea por un instante, el rey del mundo (quizá el día más políticamente feliz de su vida, se le notaba en la cara). Algo parecido a lo que quizá le pasará mañana a Javier Milei cuando vea sintetizado y simbolizado todo un año en general exitoso en tanto presidente argentino, asistiendo como invitado de honor a la asunción del segundo mandato de Donald Trump. La gran diferencia psicológica será, quizá, que si Macri se creyó el rey del mundo por un día, Milei se lo creyó desde que nació. Y hoy, como nunca, está buscando ser el Messi de la política. O aún más, cree ya serlo.
A nivel internacional Milei hizo de todo en este año que, en este sentido, parece el más largo del siglo por las variaciones ocurridas. A diferencia de Macri, defendió a Trump siempre, en las buenas y en las malas. No fue el hijo pródigo que abandonó al padre, sino el que estuvo siempre junto a él. Y por lo tanto, es posible que el padre lo colme de frutos y bendiciones al hijo leal, cuanto menos, como hizo con Mauricio, el hijo pródigo. La duda es que si esta vez Milei sabrá aprovechar la estratégica relación que ha construido con Trump (pero también con los Estados Unidos en tanto política de Estado, porque jamás, pese a estar en sus antípodas ideológicas, se enfrentó con Biden como hizo Néstor con Bush hijo). Es quizá el más importante, uno de los pocos, hecho de política exterior donde Milei siempre fue coherente y consecuente. Jamás cambió de manera de pensar, ni antes ni después de ser presidente. Se supone que esa alianza estratégica, esta vez servirá para algo más que las relaciones carnales menemistas o las guerras antiimperialistas kirchneristas o los préstamos fabulosos a macristas, todos fiascos que por derecha o izquierda nos hicieron retroceder como país sin encontrar nunca una relación inteligente con el gran país del Norte. Milei, hoy tiene todas las posibilidades en sus manos para lograrlo. Pero no dependerá tanto de Trump y su amistad, como de él mismo.
El nuevo presidente norteamericano lo estima mucho y se siente muy agradecido con él, pero a la vez le puso como representante en América Latina a un tipo que deplora nada menos que el corazón de la política económica mileista y, además, mucho más importante, es que la política económica que postula el mismísimo Trump es industrialista, proteccionista y propicia la revaluación del dólar en todo el mundo. O sea, así como culturalmente Trump y Milei son afines en todo y políticamente están muy cerca en casi todo, en lo que se refiere a lo económico es difícil encontrar coincidencias, salvo en un abstracto liberalismo que ninguno de ambos practica del todo. Eso sí, como nota de color pero no por ello menos importante, Trump tendrá como ministro al hombre más rico del mundo, Elon Musk, quien quiere copiarle la política desregulatoria a Federico Sturzenegger, uno de los mejores ministros y con las políticas más acertadas del gobierno de Milei.
Siempre la vida te cambia. El hombre que previo a asumir como presidente propuso conquistar el mundo (para la Argentina, pero también para él en particular porque su egolatría siempre fue inmensa) peleando contra el comunismo de China y de Lula y hasta contra el propio demonio encarnado en la figura del Papa Francisco, hoy habla maravillas de China, tiene a Lula como el custodio de la embajada argentina en Venezuela y se ha hecho íntimo del Papa. Acaba de obtener un premio nobel judío por su defensa a ultranza de Israel (defensa incluso mayor que la de la mayoría de las potencias occidentales) y sigue apoyando a la invadida Ucrania de Zelensky contra el invasor ruso Putin (quien supo, éste último, ser gran amigo de Trump y no sabemos si lo seguirá siendo).
O sea, en general, Milei ha variado mucho su política internacional, en los hechos, con respecto a lo que pensaba antes de ser presidente. No así con las palabras, donde en sus discursos en organismos internacionales o en esas esotéricas reuniones de ultraderechistas internacionales a las que asiste asiduamente, sigue siendo el enfant terrible que busca épater les bourgeois como si fuera una reencarnación por ultraderecha de los muchachos del mayo francés de 1968 que, por izquierda decían, seamos realistas, pidamos lo imposible. En esos discursos, Milei pronuncia propuestas altisonantes y bastante estrambóticas sobre el cambio climático o las políticas de género o acusando de comunistas (o complacientes con él) a casi todos los presidentes occidentales. Ideas delirantes que, quizá a partir de ahora parezcan un poco menos excéntricas porque Trump en lo esencial las comparte. Y el poder suele hacer lindo lo feo.
Como Leonardo DiCaprio subido a la proa del Titanic, se proclamó el “rey del mundo” pese a viajar en segunda clase, Javier Milei viene diciendo lo mismo desde que asumió como presidente de un país hoy también de segunda clase. Mañana, que seguramente se abrazará a un Trump que no se cansa de alabarlo, quizá pensará que sus sueños comienzan a convertirse en realidad.
Pero más allá de esas ambiciones personales, Milei es un político argentino que si lo intenta con seriedad podría lograr lo que hasta ahora el país no logró: una relación sensata y fructífera con los Estados Unidos, que más que beneficiarlo a él en sus pretensiones de líder mundialista (cosa que si quiere intentarlo, que lo haga) logre beneficios reales para la Argentina. Que haya una política de Estado permanente que nos ayude a una apertura real al mundo y que el mundo pueda entrar a nuestro país beneficiando y no perjudicando a los argentinos.
En fin, así como para Macri aquel momento del 2018 cuando se encontró con Trump en la Argentina lo sintió como el día políticamente más importante de su vida, quizá el día de mañana, cuando Milei se encuentre con Trump en los EEUU, le ocurra algo parecido. Esperemos que, de algún modo, también sea un día muy importante para la Argentina toda.
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar
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