“Aquel que no sabe de qué está hecho el nudo, no podrá deshacerlo”. Averroes
El gobierno nacional y buena parte de la sociedad argentina –más allá incluso de sus preferencias electorales– cree que hay inflación debido a la desmedida apetencia de los empresarios, y como consecuencia de esta suposición, imaginan que la forma de acabar con ella es el control de precios. Un disparate.
Lamentablemente es un disparate al que se vuelve una y otra vez, sin que aparentemente se aprenda nada de la experiencia, porque nunca, en ningún lugar, el control de precios dio el menor resultado.
La inflación no es un problema de precios, es un problema de exceso de dinero y escasez de bienes. Lo único que hacen los precios es poner de manifiesto esa distorsión.
En la Argentina, como consecuencia de décadas de políticas demagógicas, el déficit fiscal se ha incrementado de manera colosal y ningún recurso genuino alcanza para cubrirlo. La única opción es reducir el gasto público, pero nuestros gobernantes, por demagogia, ignorancia o impericia, se resisten a encararlo. ¿Qué hacen entonces? Lo que sólo un gobierno puede hacer: fabricar moneda y pagar sus cuentas. Y aquí comienza el problema.
Si necesito un bien o un servicio y nadie me lo quiere regalar, tengo que dar algo a cambio, otro bien u otro servicio. Vale decir que para adquirir algo, antes tengo que tener algo. Para facilitar estos intercambios surgió el dinero, que simboliza los bienes y servicios existentes en un país. Pero el dinero es sólo eso, un intermediario carente de valor intrínseco. Es útil por lo que representa únicamente, o se supone que representa.
El gobierno nacional para hacer frente a sus múltiples obligaciones cobra impuestos, una friolera de impuestos con los que asfixia a la actividad privada. Pero como igual la plata no alcanza, recurre para pagar al único mecanismo que le queda: imprimir billetes.
Esto significa que de repente, millones de personas en todo el país reciben dinero que supuestamente debería ser la representación de bienes que ya se han producido, pero que en realidad no existen, porque esos billetes que van a parar a los bolsillos de la gente no se imprimieron porque haya aumentado la producción, se imprimieron porque al gobierno nacional no le quedó otro remedio. Son papel pintado.
La cantidad de bienes y servicios existentes sigue siendo la misma que había antes, pero su aparición hace suponer que se incrementaron. Los poseedores de estos nuevos billetes creen que tienen en sus manos el equivalente a bienes genuinos y van a los comercios a intercambiarlos por otros bienes, pero resulta que no hay en cantidad suficiente porque ese dinero que surgió de golpe no representa nada. Es entonces cuando se suscita el hecho medular que desencadena el fenómeno inflacionario; el mercado reacciona, y frente a una demanda que supera ampliamente a la oferta, el precio de los productos aumenta.
Se podrían decir muchas cosas respecto a esta actitud. Se podría hablar del egoísmo del mercado, de su falta de solidaridad, de su indiferencia, de su codicia, pero ninguna sería válida, porque un mercado no es una persona. Un mercado, cualquier mercado, es una convergencia de voluntades inconexas donde se manifiestan necesidades y deseos, se barajan contingencias, se evalúan riesgos, se toman decisiones, y ese conjunto heterogéneo de valoraciones independientes se termina expresando en un número al que denominamos “precio”. Pero la esencia de la economía no son los números, la esencia de la economía es la acción humana; los números, en este caso los precios, sólo sirven para que esa acción se vuelva visible.
La mayoría de la sociedad se siente ajena “al mercado”, sin darse cuenta de que todos, sin excepción y de manera cotidiana, formamos parte de algún mercado. En ocasiones somos oferta (nuestro trabajo, por ejemplo) y en ocasiones demanda (de productos o servicios), y aunque somos individuos con identidad, como involuntarios participantes de algún mercado nos volvemos seres anónimos buscando cada uno su propio interés, y pasa a ser ese mercado el que se manifiesta por nosotros a través del mecanismo de los precios.
Los aumentos provocados por la inflación, que tanto malestar nos causan, no son otra cosa más que un reacomodamiento de las expectativas y posibilidades de ese conjunto de voluntades autónomas, frente a la falsa realidad que el gobierno ha pretendido instalar imprimiendo billetes.
No es la suba de precios la causa de la inflación, es al revés. La inflación, vale decir, el exceso de moneda, es la causa por la cual los precios aumentan. No es que las cosas cuesten más, es que la moneda vale menos, por eso hace falta más moneda para comprar lo mismo. No son esos aumentos el resultado de la apetencia de un sector, sino la sensata reacción de toda una sociedad a la que el Estado pretende engañar haciéndole pasar gato por liebre.
Es un grave error pensar que en el comportamiento de la gente está el origen de la inflación, y más grave aún creer que se la va a doblegar controlando precios; eso es no saber de qué está hecho el nudo.
El único responsable de la inflación es el Gobierno Nacional, y no tiene otro origen más que la insaciable voracidad de un Estado gigantesco, a la que pareciera que no podemos combatir.