Enrique Díaz Araujo fue uno de los intelectuales más importantes que ha dado nuestra provincia a la cultura nacional. Hombre culto, polifacético, crítico, agudo, jurista, historiador, ensayista, novelista y poeta, siempre puso como prioridad la búsqueda de la belleza, el bien y la verdad sin dejar de lado la ardua tarea de restaurar la tradición cultural, histórica y social de nuestra Patria.
Díaz Araujo falleció hace unos días en la ciudad de La Plata, le faltaban unos meses para cumplir los 87 años. Había nacido en la ciudad de Mendoza y descendía por parte materna de los primeros españoles que poblaron Cuyo, de los Araujo dueños de las tierras sobre la costa del río Mendoza en Lavalle, los mismos que edificaron la Capilla del Rosario en 1753 y ocuparon diversos cargos públicos en la época hispana; también de los Vargas, aquellos que habían servido a San Martín en su empresa libertadora (algunos con pérdida de sus bienes y fama). Siempre decía que este origen no lo hacía mejor o superior, “el llevar mucho tiempo en un suelo dado, en mi entender, sólo otorga deberes, no privilegios”. Y vaya si lo demostró a lo largo de su vida profesional.
Cursó los estudios primarios en el colegio Don Bosco y los secundarios en el Liceo Militar “General Espejo”. En la Universidad de La Plata cursó dos carreras, egresando en 1960 con el título de abogado, le faltó algunas materias para concluir la carrera de Historia, a pesar que esta última era su mayor pasión.
De regreso a su ciudad natal, trabajó durante 17 años en el Poder Judicial (fue fiscal y juez) sin dejar de lado el ímpetu por difundir la historia nacional a la que se destinó sus mayores esfuerzos a través de la cátedra y la investigación. Fue profesor en las universidades Católica Argentina, de Mendoza, y Nacional de Cuyo. En esta última alcanzó la titularidad por concurso en las facultades de Ciencias Políticas y Sociales y de Filosofía y Letras. Además dictó clases en Chile, México y finalmente en La Plata después de su jubilación. Todos sus aportes intelectuales los hizo a partir de una cosmovisión tradicional que estaba regida por tres principios: el cristocentrismo, el tradicionalismo clásico y el nacionalismo. Resultados de esta extraordinaria actividad escribió más de sesenta libros, sin contar las cientos de colaboraciones mensuales en revistas y diarios del país y de América, entre ellos diario Los Andes, donde publicó numerosos artículos sobre el problema del Beagle y la cuestión Malvinas durante las décadas del ochenta y noventa.
Es imposible enumerar todas sus contribuciones históricas, ensayísticas y jurídicas. Dotado de una inteligencia excepcional, tenía además una capacidad de trabajo extraordinaria. Vivió ungido por el tiempo y con pasión se abocó a revisar el pasado a fin de neutralizar las falsedades y mitos en boga, como lo hizo cuando estudió las interpretaciones sobre el descubrimiento de América y la independencia de los países hispanoamericanos, la Revolución de Mayo y las figuras de San Martín, Facundo Zubiría y Mariano Fragueiro, José Hernández, Eduardo Wilde, José Ingenieros, Ernesto Guevara, Hipólito Yrigoyen, entre otros.
Y para alcanzar ese objetivo trabajaba en su gabinete todos los días; incluso durante el mes de receso estival, llegando a ser el único docente que tenía una llave de ingreso para no molestar al portero de la Facultad de Filosofía y Letras. La jubilación como docente en el 2004 no significó el fin de su quehacer investigativo. Continuó estudiando de la misma manera. Primero en su casa de Godoy Cruz, luego en La Plata y sin dejar de publicar más libros y artículos sobre la historia y la política nacional. Sus últimos libros fueron dedicados a su familia y amigos, con el fino propósito de difundir la cultura tradicional a partir de una selección de bellas poesías, músicas populares y canciones cuyanas.
Se encontraba preparando una recopilación de sus investigaciones sobre Fernando Fader cuando comenzó a sentirse descompuesto. Fue atendido por un médico y asistido espiritualmente por un sacerdote amigo. Al no poder dormir esa noche, su esposa optó por distraerlo leyendo las noticias nacionales de los diarios a las que Enrique no dejaba de responder con algún comentario. No podía con su genio, hasta el último minuto de vida, a semejanza de sus parientes que entregaron vida y bienes para ayudar a San Martín a consolidar la independencia, él no dejó de reflexionar sobre el destino peraltado de su patria amada. Así murió: firme, vigilante, sin abandonar el puesto como dice el poeta: “Oh patria mía/Tú sola, suplantada/ Yo como siempre, tuyo y en mi puesto”.