Como todo aquello que nos coloca frente a nuestra propia fragilidad, la locura genera cierta fascinación.
Realizando una investigación primitiva notamos a grandes rasgos que a lo largo de la historia el trato a los “dementes” mutó, fundamentalmente dependiendo de las explicaciones que cada sociedad le otorgó al padecimiento.
Durante la Antigüedad, por ejemplo, se consideró un signo de divinidad: Obra de los dioses o demonios. Entonces las personas no eran culpabilizadas por su trastorno; sino consideradas víctimas de los espíritus.
El griego Hipócrates fue el primero en observar este mal con mayor atino y en el siglo V a.C., señaló:
“La enfermedad sagrada –como se llamaba a la locura- no me parece que sea ni más divina ni más sagrada que el resto de las enfermedades, sino que tiene, como todas las demás aflicciones, una causa natural que las origina…”.
Por su parte, los romanos consideraban que las pasiones y deseos insatisfechos eran causantes de las enfermedades mentales.
Se cree que fueron los primeros en encadenar y usar la violencia con los “locos”.
Además, incluyeron en sus códigos la inhabilitación legal a dichos enfermos.
Con la llegada del cristianismo, la locura se volvió sinónimo de pecado y defecto mortal.
A quienes la padecían se los llegó a exorcizar en tiempos medievales.
También se realizaron trepanaciones con el fin de encontrar una piedra dentro del cerebro que ocasionaba tal desorden.
Posteriormente las condiciones que atravesaron los enfermos mentales no mejoraron mucho.
La “solución” desde principios de la Edad Moderna fue encerrar a quienes padecían dichos trastornos y olvidarse del asunto.
Fue entonces cuando surgió la psiquiatría, pues los médicos encargados de los manicomios comenzaron a estudiar el modo de tratarlos.
En este marco llegamos a 1896 cuando en Mendoza aún no se avanzaba en este aspecto y el enfermo mental era visto como una amenaza.
El 26 de abril de aquél año leemos en Los Andes:
"Un loco - Un infeliz alienado, llamado Eloy Gutiérrez, vaga por las calles de la villa de San Martín (…) Aparte de ser un peligro para las familias y transeúntes, este desgraciado ofrece un espectáculo desconsolador: es seguido siempre de su anciana madre, que trata de detenerlo y volverlo al hogar.
La pobre madre es una mártir, ha agotado sus recursos en medicinar a su hijo. Sin conseguir resultado alguno.
Los que conocen su situación precaria, adivinan que muchas veces va muerta de hambre, siguiendo los pasos de su desgraciado hijo.
Las autoridades no han tomado medidas para procurar que el loco sea encerrado, ya que no puede ser curado.
La humanidad no está reñida con la autoridad; en todo caso ésta tiene la obligación de velar por la seguridad pública y bueno sería que esta vez tomara cartas en el asunto".
Lamentablemente este caso se pierde en nuestro pasado y no hay datos certeros sobre su evolución, constituyendo un enigma más en la historia mendocina, tan rica y a la vez tan desconocida.
*La autora es Historiadora.