El tema ya dio varias vueltas al mundo, pero vale refrescarlo: ante su par español (Pedro Sánchez), el mandatario argentino, Alberto Fernández, citó a Octavio Paz. Le atribuyó la frase “los mejicanos vienen de los indios, los brasileños salieron de la selva y los argentinos bajamos de los barcos”. Una cita que puede ser se escuchada en una reunión informal de amigos que no caen en la trampa del desconocimiento y de la desmemoria.
En realidad, la frase despachada por Octavio Paz en una de sus clases de literatura tenía un destinatario, Julio Cortázar, y decía: “Los mejicanos descendemos de los mayas; los peruanos, de los incas, y los argentinos, de los barcos”. Y era una fina alusión a la archisabida y demostrada soberbia rioplatense. Por cierto, el aserto había sido parafraseado en una canción de Litto Nebbia.
Lo antedicho no sería grave en la ya aludida reunión informal de amigos. Pero cuando el autor es una figura presidencial, las cosas cambian tanto como para encender luces de alarma; para nuestra desgracia, y desde los tiempos de Carlos Menem, la institución presidencial viene siendo degradada a martillazos por quienes deberían ser los encargados de jerarquizarla.
Mandatarios que olvidan que no se trata de la persona, sino de lo que esta representa como máxima autoridad en un sistema fuertemente presidencialista.
Si la sociedad no puede confiar en quien ha sido elegido para conducirla, deberá acudir a los demiurgos de turno, con resultados fácilmente predecibles.
El presidente argentino es hoy el blanco de cuanta chanza sea multiplicada por las redes sociales en el mundo todo, y se cuela por derecho propio en un listado donde fungen Andrés Manuel Lopez Obrador y sus insufribles “mañaneras”; Nayib Bukele cuando sostiene “soy el más inteligente y el más sexy”; Nicolás Maduro promoviendo las “goticas milagrosas”; Jair Bolsonaro proclamando al coronavirus como “una gripecinha”; Pedro Castillo dando como ejemplo de monopolio a las tiendas Falabella, entre otros.
Al solo efecto de mantener una cierta luz de esperanza, deberíamos confiar en que quien se ve así zamarreado a escala planetaria debería estar en condiciones de replantear la incontinencia verbal que diariamente lo devalúa y apostar por el revalúo de la institución presidencial.
Para ello, debería decir sólo lo justo y necesario en el momento y lugar adecuados, aun cuando cuesta creer en esto en el mismo país en el que no pocos funcionarios prefieren jugar a conductores suicidas antes que rectificar el rumbo que los lleva en curso de colisión.
Nada, al menos por el momento, parece indicar un replanteo en ese sentido.
Por lo contrario, se insiste en volver a explicar en las redes sociales lo que no tiene explicación, lo cual obliga a proponer que, en el mismo momento de asumir, todos los mandatarios del mundo deberían jurar un uso moderado y racional de Twitter y de Facebook durante su mandato. Aunque quizá eso sea mucho pedir.
Al día siguiente de pronunciar esa frase que tan mala repercusión tuvo en todo el mundo, nuestro Presidente saludó como electo presidente del Perú a quien aún no había sido designado como tal. Hablar demasiado a veces es demasiado costoso.