Justo cuando comenzaba un frágil cese del fuego entre Israel y Hezbollah, una vasta ofensiva relámpago de las milicias yihadistas apoyadas por Turquía se lanzaba sobre Alepo, desatando feroces batallas con el ejército del régimen sirio.
Mientras contaban muertos de a centenares en ambos bandos, retumbaban el escenario sirio nombres de milicias como el Frente Al Nusra, el disidente Ejército Nacional, que es una escisión del ejército sirio, y la Organización de Liberación del Levante, coalición de grupos yihadistas que también luchan contra el régimen de Bashar al Asad.
Otra vez los aviones rusos bombardeando en el norte de Siria. Otra vez caen generales iraníes en Alepo. Aunque las fuerzas islamistas que controlan Idlib son patrocinadas por Turquía, es difícil entender por qué Recep Erdogán autorizaría ahora una acción militar de tal envergadura y desviaría la atención de las miles de muertes que los israelíes acumulan en la Franja de Gaza.
Aunque el canciller iraní Abás Araqchí no exhibió pruebas que acrediten su afirmación de que Israel y Estados Unidos están detrás de esta ofensiva yihadista sobre Alepo, lo que dijo tiene lógica. Al menos, sería más entendible que el hecho de que Turquía usara ahora sus próxis contra el régimen de Bashar al Asad.
No está claro por qué, pero es indudable que la guerra en Siria no había terminado. Tampoco ha terminado la guerra entre Israel y Hezbolláh. Solo concluyó el capítulo más reciente del conflicto que comenzó con el surgimiento de la milicia chiita en 1982 y acabará cuando desaparezca esa fuerza ultra-islamista o su principal enemigo, Israel.
Hezbollah se había fortalecido en el 2000 con el final de la ocupación israelí de una franja en el sur del Líbano que había retenido tras su retirada en 1985 y llamó “zona de seguridad” sobre su frontera norte. Con un diestro manejo de la propaganda, la organización ya liderada por Hassan Nasrala, logró irradiar el relato de que sus combatientes fueron la causa del repliegue israelí hacia la Alta Galilea.
Del capítulo bélico de fuerte intensidad que se dio en el 2006 salió fortalecido el militarizado partido chiita libanés, ya convertido en un proxi de Irán. Pero este último capítulo es diferente.
Hezbolá inició esta guerra con una justificación falsa: dijo que cesaría sus ataques cuando los israelíes dejen de atacar la Franja de Gaza. Fue el 8 de octubre del 2023, día siguiente al del sanguinario pogromo perpetrado por Hamas. Israel aún no había atacado en territorio gazatí. O sea, bombardeando la Alta Galilea, Hezbolá exigía que cese una acción militar que aún no se había iniciado. Y mantuvo esa exigencia hasta que empezó a regir esta tregua
Se puede afirmar que Hezbolá perdió. Tras sufrir pérdidas gigantescas en su infraestructura y ser diezmado su liderazgo y sus cuadros medios, tuvo que aceptar retirarse al norte del río Litani sin que Israel haya detenido su ofensiva en Gaza.
Los israelíes mataron a Nasrala, líder desde 1992, cuando asumió la jefatura tras el asesinato de su antecesor, Abas al Musawi. Los bombardeos en el bastión de Hezbollah en el sur de Beirut también abatieron a su máximo jefe militar, Fuad Shukr y a Ibrahim Aquil, comandante de Al Radwán, el mayor cuerpo de elite de Hezbollah, entre otros comandantes.
Israel ostentó capacidad tecnológica y profunda infiltración en la organización chiita. Las explosiones simultáneas de los beepers fue un golpe magistral. Pero Israel no logró la eliminación total de Hezbollá, cuyos combatientes resistieron fuertemente el avance del ejército en el sur y llegó hasta la firma de la tregua lanzando misiles que causaron daños y muertos en ciudades y aldeas israelíes.
El ejército israelí puede mostrar el acuerdo como una victoria. No la victoria total que prometía el gobierno ultraconservador, pero una victoria al fin. Ahora bien, el triunfo es del ejército, no de Netanyahu.
El primer ministro está opacado por el alto costo que tiene para la imagen de Israel su guerra en la Franja de Gaza. Por primera vez, Israel tiene un gobernante con orden de captura internacional por los crímenes cometidos contra la población gazatí, y por la sistemática obstrucción al ingreso de ayuda humanitaria para una comunidad atrapada en un infierno de bombas y escombros.
A más de un año de empujar a Israel al aislamiento internacional y recibir olas de repudios, Netanyahu no ha logrado eliminar completamente a Hamás ni rescatar al centenar de israelíes todavía apresados en sus túneles.
Esa es la gigantesca derrota del líder que se alió con partidos extremistas para regresar al poder y atrincherarse en un estado de guerra permanente, buscando evitar los procesos por corrupción que lo arrinconan contra el banquillo de los acusados.
* El autor es politólogo y periodista.