La invasión a Ucrania está reconfigurando al mundo porque Vladimir Putin ha conseguido, con una extorsión brutal y calculada, el retroceso a un momento histórico que se creía superado: la posibilidad de una guerra de aniquilación total.
La hebilla que ciñe a Occidente es el regreso del fantasma de una guerra nuclear, ha escrito en estos días el novelista inglés Ian McEwan. Más juega Putin su papel de autócrata trastornado e impredecible, más provecho saca de aquel temor. Incluso en la evidencia de que sus tropas son pelotones entre precarios y sorprendidos por el patriotismo ucraniano. “La paradoja es que cuanto más falla Rusia en el campo, más tiene que temer Ucrania un bombardeo desapasionado”, señala el autor de Expiación. El ataque a la mayor central de energía nuclear ucraniana le dio la razón, extendiendo la aflicción a toda Europa.
La conciencia europea ha reaccionado con reflejos unitarios. Parecía haber abandonado su rol de actor global hasta que Putin la unificó en el rechazo y fortaleció su vínculo con la alianza transatlántica. Para volver a hablar, como dicen los analistas europeos, el lenguaje del poder. Ese lenguaje del liderazgo tendrá que vérselas con las posiciones políticas de las dos economías dominantes: la norteamericana y la china.
Estas convulsiones se veían venir cuando la pandemia puso en evidencia las fragilidades de la gobernanza global. Pero la reacción del sistema político argentino no parece ser la misma de entonces. En aquel momento, a instancias del actual Gobierno nacional, se dilataron las gestiones más urgentes para evitar que la recesión global agravara una crisis económica propia. Un derrumbe que venía cuando menos desde los últimos años presidenciales de Cristina Kirchner y que se profundizó al final de la gestión de Mauricio Macri.
Esta vez, no por la guerra sino ahorcado por el agotamiento extremo de las reservas del Banco Central, el mismo Gobierno decidió acelerar el acuerdo de emergencia con el FMI. La convulsión mundial, en todo caso, fortaleció la posición de Kristalina Georgieva y Martín Guzmán en la mesa virtual de los cuatro que deciden. Mesa en la que participan con Cristina y Alberto Fernández.
El acuerdo de cogobierno económico con el FMI dejó al descubierto que Cristina Kirchner nunca tuvo una alternativa viable, más allá de sus ocasionales incursiones en la oratoria de asamblea estudiantil. Y deposita en ella y en Alberto Fernández la responsabilidad más obvia que le cabe a un gobernante: la de conseguir consenso interno en su país para que las facilidades extendidas que se le ofrecen obtengan de la sociedad que las solicita un umbral mínimo de consentimiento, es decir, legitimidad.
La corrosión incesante a la que Cristina Kirchner ha sometido al gobierno que conformó, integra y pidió votar, hace que esa tarea de construcción de consenso se haya transformado para Alberto Fernández en una estrategia de control de daños. La vicepresidenta sabe que el acuerdo con el FMI es imprescindible para que el país no desbarranque en una nueva y más grave cesación de pagos, pero no quiere bajar al barro para conseguir los votos que eviten el naufragio.
Pide a cambio dos condiciones, a modo de extorsión sistémica: que a cambio de esa tarea -que por obligación moral le corresponde- la sociedad la exculpe de los delitos que los jueces todavía le investigan. Y que además se condene a los que alguna vez le ganaron en elecciones y tuvieron que pedir créditos para cubrir el rojo descomunal en el que dejó las cuentas del país.
Para no disgustarla, Alberto Fernández decidió trasladar al menos la segunda parte de ese reclamo al Congreso de la Nación, en el mismo proyecto en el que pide unanimidad patriótica para aceptar el salvavidas que le arroja Georgieva. Esa decisión del Presidente es de un espesor político del cual no parece tomar conciencia.
Fernández -el país que representa- necesita fortalecer su posición política ante el Fondo Monetario no sólo por los desembolsos que espera como agua en el desierto, sino por la credibilidad política necesaria para afrontar los términos inmediatos del acuerdo, su validación trimestral y su proyección estructural más allá del mandato del actual gobierno.
Pero el Presidente parece estar optando, ante la reticencia de Cristina y su propia provocación a un sector de la oposición, por el camino de buscar una aprobación parlamentaria de baja intensidad: construida con el mínimo compromiso del cuórum, el más frágil todavía de una amplia abstención y algunos votos escasos que en ese desierto de ilegitimidad entreguen un racimo de voluntades positivas.
Esa combinación, una apuesta al consenso por la vía defectuosa de la fragmentación, acaso le permita zafar con una aprobación parlamentaria lábil y a las cansadas. Nada que sorprenda en el Fondo Monetario y que explica por qué accedió a un acuerdo sin demandar reformas estructurales que el actual Gobierno sólo puede prometer para incumplir.
Como ese ajuste queda diferido para 2023, un sector de Juntos por el Cambio se opone a convalidar un acuerdo que sólo le garantiza al país que el actual Gobierno llegue al final usando muletas. Es una mirada tan cierta como sesgada: ¿el acuerdo que concedió el FMI en 2018 no tuvo acaso la misma finalidad?