Con “Reflexiones sobre la violencia”, publicado en París en 1908, Georges Sorel (1847-1922) abrió la discusión sobre una de las claves del pensamiento político del siglo XX. Personalmente era un hombre tranquilo y metódico, gran lector y gran conversador. Trabajó durante 25 años en la Administración General de Puentes. A los 47 años, con un holgado retiro, se mudó a París y se dedicó a leer en la Biblioteca Nacional y a conversar en círculos académicos y políticos diversos. Conoció a Le Bon, y en la Sorbona siguió clases del riguroso Durkheim. Pero quien lo fascinó fue el filósofo de moda, Henri Bergson, con su teoría de la captación inmediata de lo esencial mediante la intuición,
Desde joven le interesaron los problemas sociales. Siguió a Proudhon y su ideal de una sociedad sin Estado, organizada por los productores. Leyó a Marx, con quien coincidió y disintió. En París conoció la política de la III República, y le disgustó la hipocresía del Estado burgués y la incapacidad de Congreso para tomar decisiones. Criticó al Partido Socialista, partícipe de ese mundo, y concibió un odio profundo por su principal dirigente, Jean Jaurès, expresión suma de la detestada política y, sobre todo, traidor a los intereses de los trabajadores. En cambio lo entusiasmaron los sindicatos, sobre todo cuando, en 1906, el sindicalismo revolucionario ganó el control de la CGT, rompió con los partidos políticos y los comicios y asumió la conducción de la lucha de los obreros, concretada en huelgas muy duras, que debían conducir a una huelga general.
¿Sería ese el camino para acabar con la democracia burguesa y el Estado? Sorel era consciente de que los obreros solo actuaban movidos por reivindicaciones concretas. ¿Cómo llevarlos más allá? Encontró su respuesta en la “lucha de clases”, un concepto de Marx, abstracto y analítico, que encerraba una formidable fuerza movilizadora si se lo traducía en un mito. En su renovada idea del mito combinó la “intuición” de Bergson con la forma de los antiguos relatos. A diferencia de estos -afirmó en sus “Reflexiones”-, un mito surge por un acto de voluntad deliberado. Permite enlazar imágenes y sentimientos existentes, saltear la razón e interpelar directamente las pasiones movilizadoras. De ese modo, sin necesidad de un estudio arduo y largo, el mito de la lucha de clases revela a los trabajadores su conciencia verdadera y los prepara para la lucha.
Los temas de las masas y su imaginario ya habían sido planteados por Durkheim, que desconfiaba de su “conciencia amorfa”, por Weber, que veía en ellas la posibilidad de revitalizar el parlamentarismo, y sobre todo por Le Bon. Pero los mecanismos de control y manipulación que Le Bon propone, Sorel los invierte, convirtiéndolos en instrumentos de la violencia revolucionaria.
Con Marx, creía que la violencia era la partera de la historia. Pero “violencia” es una palabra de significados diversos y cambiantes. Sorel estaba muy lejos del terrorismo anarquista de esos años, y renegó de la guillotina jacobina, reivindicada por los socialistas. Su violencia es la de la huelga, los piquetes contra los “carneros”, las manifestaciones duras, enfrentando la policía y, a lo sumo, algunos vidrios rotos.
Sin embargo, en sus palabras se habla de violencia justa, legítima, la que ejerce el pueblo contra la “fuerza” del Estado. Es violencia redentora: la que lleva a asumir la verdadera identidad, la que empuja al heroísmo, que culminará en la creación de un hombre nuevo y un paraíso terrenal. Estas ideas afloraron después de la Gran Guerra. Sorel, que murió en 1922, declaró su admiración por Lenin. Algunos de sus lectores se incorporaron al fascismo, que en su etapa juvenil tenía una buena dosis del “élan” vital soreliano. Medio siglo después puede reconocerse a los lectores de Sorel entre los seguidores del padre Camilo Torres, quien sin renunciar al Evangelio afirmaba que la violencia “de arriba” legitimaba la “de abajo”. O los del Che Guevara, quien pensando en la humanidad, no vacilaba en fusilar a cualquiera que obstaculizara el advenimiento del hombre nuevo.
Seguramente esas formas de apelar al heroísmo o de construir la sociedad perfecta y su nuevo hombre habrían espantado a Sorel. Ningún escritor es responsable de las conclusiones de sus lectores. Pero lo cierto es que en 1908 había intuido y puesto por escrito lo que llegó a ser una de las grandes formas de la política contemporánea.