Frente a la construcción de un nuevo relato

Aunque declaren ser antipolíticos, Javier Milei y La Libertad Avanza no escapan a esta regla de la política. El discurso mileísta parte de afirmar que la democracia argentina ha fracasado porque en lugar de resolver los problemas a la gente ha servido para enriquecimiento de sectores interesados, las castas.

Frente a la construcción de un nuevo relato
Aunque Milei se erige como un antipolítico, arma un relato que no escapa a la regla política. Foto: Ignacio Blanco / Los Andes

Todo movimiento político, más aún si se percibe y presenta como el agente de una profunda renovación y refundador del sistema, requiere de alguna clase de justificación teórica y discursiva. En términos más actuales, necesita de un relato. A lo largo de la historia han existido muchas de estas construcciones intelectuales destinadas a legitimar la pretensión de acceder al poder, y/o de conservarlo. Los hombres han recurrido, desde siempre, a mitos políticos destinados a justificar la palmaria evidencia de que siempre hay algunos que mandan y otros que obedecen. Los modernos partidos políticos, a su vez, elaboran y manifiestan diversos fundamentos programáticos para convencer al electorado acerca de su idoneidad para la conducción de la cosa pública. Lo importante es que, siempre, cualquier proyecto político se sustenta en algún tipo de discurso justificador.

Aunque declaren ser antipolíticos, Javier Milei y La Libertad Avanza no escapan a esta regla de la política. El discurso mileísta parte de afirmar que la democracia argentina ha fracasado porque en lugar de resolver los problemas a la gente ha servido para enriquecimiento de sectores interesados, las castas. Los culpables de este desastre, en el fondo, son la política misma, que es esencialmente conflictiva, y el Estado como continuo generador de obstáculos a la iniciativa individual y de prebendas para algunos. Todo esto ha convertido a la democracia en un “modelo empobrecedor”. La solución pasa por abrazar las ideas de la libertad, como única vía para desarticular el poder corruptor del Estado, desarmar los kioscos de las corporaciones y limpiar el terreno para la acción benéfica de las fuerzas del mercado.

Semejante planteamiento se sustenta en tres tipos de argumentos. Hay, por ejemplo, un fundamento ideológico: la única vía para la libertad y el progreso está en el liberalismo, particularmente en las ideas del libertarismo al que Milei adhiere, que gracias a la limitación del poder estatal permite liberar las fuerzas individuales y sociales. Este principio deriva en un postulado esencial que Milei remarcó en Davos: los empresarios son benefactores y los políticos son malhechores. Otra justificación pasa por lo que Milei llama “la evidencia empírica irrefutable”: los datos duros de la economía y la estadística, que son esgrimidos para demostrar que los individuos sólo pueden progresar y ser felices en aquellas sociedades que abrazan los principios de la libertad. Finalmente, hay una tercera justificación histórica: sólo cuando el liberalismo gobernó en la Argentina fuimos un país próspero y desarrollado; cuando se abandonaron las ideas de la libertad el país entró en un proceso de decadencia que sólo el retorno al liberalismo puede revertirla. La Libertad Avanza se integra, como etapa superadora, en la tradición histórica del liberalismo argentino.

Estos argumentos, esgrimidos en simultáneo, fueron esenciales en el increíble éxito electoral de Milei. La pregunta es si alcanza con este discurso para refundar el país, o al menos para sostener una gestión de gobierno que, a la larga, va a depender más de resultados concretos que de ideas. Lo que no nos podemos permitir es descartar el análisis de esos axiomas, o asumirlos como verdades indiscutibles y no someterlos al juicio crítico.

Vamos por partes. Hace poco Alberto Benegas Lynch hijo, uno de los mentores de Milei, sostuvo en televisión que el capitalismo había sacado de la pobreza al 95% de la población, aseveración tan general que, sin aclarar a qué épocas o países se refiere, resulta imposible de probar. Además, semejante afirmación oculta que el desarrollo capitalista se sustentó durante mucho tiempo en la disponibilidad de una mano de obra barata y abundante, sometiendo a condiciones infrahumanas a gran parte de la población, más aún en países no centrales como el nuestro. Es decir, basó la riqueza de algunos en la pobreza de muchos otros. También Milei suele caer reiteradamente en estas generalidades, difícilmente comprobables, cuando emplea cifras y estadísticas para comparar el nivel de vida en los países libres y los que no lo son.

Otro ejemplo. En el mismo programa, comentando el encuentro entre el presidente argentino y el Papa Francisco, Benegas Lynch dijo muy suelto de cuerpo que era una demostración de las buenas relaciones entre la Iglesia Católica y el liberalismo. ¿Sabrá Bertie que ya hace más de un siglo que la Iglesia condenó el liberalismo en sus fundamentos filosóficos y que esa condena no ha prescrito? ¿Estará al tanto de que el liberalismo argentino, sobre todo el de la “edad de oro” de fines del siglo XIX, se destacó por el laicismo y su permanente política anticatólica? Es muy probable que no lo sepa, aunque si lo sabe, miente para justificar y aprovechar políticamente la cita en el Vaticano.

Pasemos a las justificaciones históricas, lo que más nos interesa. Milei ha insistido -lo hizo en el discurso de apertura de sesiones- en que él y LLA son los legítimos herederos de una tradición liberal que tiene su faro en la figura de Juan Bautista Alberdi, diseñador del andamiaje institucional del país, y su concreción histórica ideal en los gobiernos de la generación del ‘80, autores del progreso que llevó al país al primer lugar del ranking de las naciones, allá lejos y hace tiempo. Por supuesto, no suele abundar mucho más, ni entrar en detalles o comprobaciones. Es una afirmación tan general como la de Benegas Lynch. Y problemática.

Por una parte, si bien Alberdi era liberal, difícilmente podríamos considerarlo un pensador crítico del Estado. Por el contrario, era plenamente consciente de su papel fundamental en la fundación de un orden institucional estable y permanente que permitiera superar las luchas intestinas y encontrar una fórmula de conciliación entre la Nación y las provincias. Y también, que en un país a construir, el Estado era motor del progreso económico y la prosperidad.

Podemos también preguntarnos si los gobiernos del ciclo liberal argentino entre 1862 y 1916 se parecieron a lo que Milei dice que fueron. En varios aspectos dejan mucho que desear. Gestores del orden institucional, no siempre respetaron las instituciones que diseñaban en el papel, ni tenían problemas en recurrir a la fuerza para imponer sus ideas. El orden liberal y porteño, luego de Pavón (1862), fue impuesto mediante una feroz “guerra de policía” contra el interior. Sarmiento, en carta a Mitre, sintetizó dicha política al aconsejarle que no tratara de “economizar sangre de gauchos”, porque era “un abono que es preciso hacer útil al país”.

Los gobiernos liberales -conservadores según la popular definición de Natalio Botana, habitualmente llamados oligárquicos- se fundaron en el principio de la soberanía popular, pero la violaron constantemente mediante toda clase de prácticas electorales fraudulentas, que facilitaron que el poder circulara exclusivamente por las manos de una minoría. Tampoco fueron muy respetuosos del orden establecido por la Constitución: los ejemplos abundan, desde las permanentes intervenciones provinciales con fines políticos hasta el cierre del Congreso por el presidente Figueroa Alcorta (1908), pasando por los recurrentes alzamientos contra las autoridades establecidas (1874, 1880, 1890, 1893, 1905).

Milei suele repetir que en el cambio del siglo XIX al XX la Argentina llegó a ser la primera potencia mundial, lo que prueba con algunos datos económicos, en particular el PBI. Podríamos discutir si dichos guarismos alcanzan para valorar el nivel socioeconómico de un país, su prosperidad, su grado de integración social. La evidencia histórica demuestra que la Argentina de entonces no era una sociedad integrada socialmente, sino altamente desigual. Además, si bien era una sociedad progresista y abierta económicamente, aceptaba mansamente su papel de productora de materias primas en la división internacional del trabajo, y privilegiaba el capital extranjero frente al nacional, otorgándole franquicias excesivas como en el caso del ferrocarril. Subordinación al capital extranjero, principalmente al británico, que llegó a su máxima expresión en 1933 con el pacto Roca-Runciman, que volcó en el papel la explícita aspiración de nuestra clase dirigente de ser parte integrante del Imperio Británico. Esta sumisión también se plasmó en un afán endeudador, política iniciada con Rivadavia y continuada por todos los gobiernos liberales, que llegaron incluso a suscribir préstamos sin saber a qué destinarlos, como sucedió durante la presidencia de Sarmiento.

La era dorada del liberalismo difiere bastante del ideal que sostiene Milei. Si bien él la considera el antecedente a su proyecto político, es discutible que haya sido el mejor momento de la Argentina. Los liberales suelen postular, y en esto Milei coincide, que la llegada del radicalismo al poder en 1916 marca el fin de la Argentina libre y progresista y el inicio de la decadencia populista, sólo interrumpido por los gobiernos de 1930 a 1943. Ya no hay más gobiernos liberales, al menos hasta Menem y, por supuesto, Milei. Esto también es opinable. En primer lugar, porque implica negar de raíz cualquier posible aporte del radicalismo y el peronismo a la vida nacional. Luego, porque olvida que los gobiernos de la “década infame” potenciaron los vicios del orden conservador: fraude, proscripción, negociados, subordinación al capital extranjero. Y, por último, porque también elude indicar que el liberalismo acompañó prácticamente todos los golpes de Estado entre 1930 y 1976, por ejemplo, señalando las políticas económicas de muchos de dichos gobiernos. Y en el caso de Menem, si bien es cierto que su política económica fue liberal, políticamente su gobierno mostró abundantes rasgos autoritarios, además de estar marcado por resonantes casos de corrupción.

Milei llegó a la presidencia esgrimiendo todos estos argumentos libertarios como parte de un discurso que busca oponer un modelo de libertad y prosperidad contra el modelo empobrecedor de la política actual. Cuesta creer que todos aquellos que lo votaron lo hicieron por ser libertarios convencidos. Más bien, da la impresión de que se produjo una feliz coincidencia entre el diagnóstico y el tratamiento sugerido por Milei, y una intuición de gran parte de la sociedad: las únicas políticas sensatas para salir del marasmo y la decadencia son las recetas mileístas. Lo demás es relato, que puede considerarse necesario para dotar de un basamento firme a un proyecto político que recién comienza a desenvolverse. Y, en todo caso, serán los hechos concretos, los resultados de las políticas del gobierno, y no las ideas, los que terminen justificando el programa libertario para nuestro país.

*El autor es licenciado en Historia

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