“Quiénes más pueden dar, menos pueden pedir”.
Ocupa hoy nuestro escenario imaginario un hombre que por amor a Dios se hizo sacerdote y posteriormente, también por amor, pero amor a la libertad de su patria en este caso, dejó los hábitos y se dedicó a encontrar alas, para que los cañones liberadores de San Martín, volaran sobre los abismos de la cordillera andina.
Su padre era francés, aunque su apellido, por un error de una parroquia mendocina, se transformó en español. El real era Bertrand.
Se educó en Chile, en un convento franciscano. Luego de varios años tomó los hábitos de esa orden, ya transformado en sacerdote con el nombre de Fray Luis Beltrán.
Durante los agitados días de la revolución americana, ya Fray Luis, fue capellán del ejército patriota y, muy pronto, ya sin sus hábitos y dado sus conocimientos de matemáticas, física y química, se desempeñó como encargado de maestranza militar. En ese puesto no solo fabricaba elementos de hierro, sino que construía puertas y realiza trabajos de carpintería.
Cuando el General José de San Martín asumió la gobernación de Cuyo descubrió en el sacerdote, al hombre adecuado para encargarle la preparación de los obreros que habrían de formar los elementos que necesitaría el Ejercito de los Andes.
En 1816, el ex sacerdote patriota ya estaba entregado de pleno a su tarea de fabricar cureñas, herraduras, bayonetas, sables y cañones.
En ese momento Fray Luis Beltrán abandonó los hábitos. Sentía que había otra forma de servir a Dios, que consistía en liberar a estas tierras del injusto yugo extranjero. Entonces, ya como Sub oficial de San Martín, intervino en la batalla de Chacabuco, se angustió con la derrota de Cancha Rayada, y se enfervorizó ante el gran triunfo de Maipú.
Su comportamiento hizo que el gobierno lo condecorase con el título de “heroico defensor de la Nación”.
En 1820, participó también en la campaña libertadora en el Perú, secundando a San Martín. Fue ascendido a Sargento Mayor. Tiempo después ya oficial, fue promovido a teniente coronel.
Dialogaba entonces con San Martín. “General, participo de corazón en su ejército, en la sagrada misión de liberar pueblos hermanos de la opresión, pero le pido, me exima de la posibilidad de quitar la vida a otros hombres”. San Martín comprendió su fina sensibilidad y le cambió su rol.
Desde entonces, en todos los operativos, él sería el mago de la maestranza y de los pertrechos bélicos necesarios. En 1824 recibió órdenes de trasladar su fábrica a Trujillo, en lo que es hoy Honduras, en América Central. Ya no vestía los hábitos, pero no por ello deja de oficiar misa cuando le requerían sus servicios.
Puesto a las órdenes del general Simón Bolívar y de su segundo el General Sucre, al militar que ya era le correspondió preparar el armamento, que en Ayacucho (Perú), rubricó la libertad de América.
Sin embargo, semanas más tarde, un entredicho muy fuerte con el Libertador Bolívar, le produjo tal colapso nervioso que se enfermó gravemente. El mismo Bolívar, impresionado por el suceso, lo envió de regreso a su tierra natal. Allí, en la serenidad de la campiña cuyana, en la tranquilidad de un convento, poco a poco se fue reponiendo hasta recuperar plenamente de nuevo su salud.
Viajó entonces a Brasil, pero, a los pocos meses debieron enviarlo, enfermo a Buenos Aires. Y es allí, donde el ex sacerdote que puso alas a los cañones de la libertad americana, cerraba sus ojos, esta vez para siempre.
Fue un 8 de diciembre de 1829. Fray Luis, el teniente coronel Luis Beltrán, hacía tres meses que había cumplido cuarenta y cinco años. Cinco meses antes de morir, renuncio a la carrera militar y excepcionalmente y por sus reales méritos humanos, le permitieron retomar los hábitos de sacerdote, su vocación de siempre. Justo premio a un hombre que hizo el bien por necesidad vital. Que al sentir como propio el dolor ajeno, Dios le hizo sentir menos su propio dolor.
Nunca supo lo que era el mal. Pero no por ignorante. Si no por puro. Y un aforismo final para este sacerdote que comprendió que para ver el cielo, no es necesario elevar la mirada.
“La nobleza está en la madera. Nunca en el lustre”.