“El diplomático piensa dos veces lo que va a decir, y después no dice nada”, dijo Talleyrand. Ese inmenso personaje de la política francesa de los siglos XVIII y XIX gravitó sobre Churchill, quien a fines de su carrera dijo “a menudo tuve que comerme mis palabras, pero debo confesar que es una dieta sana”. Tanto el ex primer ministro británico como el estadista galo habían ejercido la diplomacia, además de gobernar. Por eso sabían que los embajadores deben sacrificar sus filias y fobias.
Cuando los diplomáticos no hacen la “dieta sana” de comerse sus palabras, traspasan el límite de su función. Lo hicieron los representantes argentinos en Chile y Bolivia, así como el embajador alemán en Buenos Aires.
Fue un error y una grosería de Axel Kicillof desatender al diplomático en su visita a La Plata y en su recorrido por la provincia de Buenos Aires. Pero Ulrich Sante se extralimitó al expresar públicamente su malestar. Podría haberse expresado de manera aceptable, diciendo por ejemplo “esperábamos ver al gobernador y conversar personalmente sobre las relaciones de su provincia con Alemania”. Señalar una expectativa incumplida habría sido más diplomático. Pero el embajador calificó de descortés, desorganizado y desinteresado a Kicillof. Y aunque el gobernador haya cometido un error grosero, la reacción de Ulrich Sante no se corresponde con su función.
Tampoco se corresponde con la función que cumple la participación de Ariel Basteiro en un acto político encabezado por Evo Morales. El embajador argentino en Bolivia tomó partido por el oficialismo, en la pulseada del gobierno boliviano contra sindicatos y movimientos políticos en huelga. Basteiro sabe que su función es representar al Estado argentino, que a su vez pertenece a todos los argentinos y no sólo al gobierno, ante el Estado boliviano, que representa a todos los bolivianos y no sólo al partido gobernante. Su encendido discurso es una injerencia en Bolivia, del mismo modo que lo expresado por Rafael Bielsa implicó una injerencia en el proceso electoral chileno.
La diferencia es que Basteiro seguramente había informado al gobierno de Alberto Fernández sobre lo que haría. A la injerencia la cometió el presidente. En cambio Bielsa habría actuado por su propia cuenta al señalar que el ganador de la primera vuelta en Chile es pinochetista y jamás se interesó por las torturas y desapariciones que perpetró la dictadura trasandina.
Entre Bielsa y Basteiro dejaron a la vista el uso hipócrita que hace el gobierno de la doctrina de la no injerencia en los asuntos internos de otro Estado, a la que recurre para justificarse cada vez que asume posiciones funcionales a los regímenes de Venezuela y Nicaragua.
El gobierno de Fernández cuestionó lo dicho por Bielsa, pero no lo actuado por Basteiro.
Sobre Bielsa es posible afirmar, parafraseando a Unamuno, que al llamarlo “pinochetista” y decir que “nunca habló de DD.HH.”, no agraviaba a José Antonio Kast; lo describía.
El propio candidato ultraconservador asume esas posiciones de manera pública. Pero que lo dicho sobre Kast sea cierto y no pueda ser tomado como una afrenta aunque sí como gesto hostil, no significa que Bielsa haya actuado bien. Cometió un estropicio. Al suculento sueldo estatal no lo cobra por relatar públicamente la política de Chile. Esas descripciones deben hacerse por canales diplomáticos al gobierno argentino.
Que su descripción sea correcta resulta irrelevante. Lo relevante es que cometió una injerencia en los asuntos internos de otro país. No sólo se lo dijo a través de una queja oficial el gobierno chileno. También se lo dijo Gabriel Boric, el candidato al que Bielsa intentó beneficiar. Con una frase breve, Boric señaló las dos transgresiones cometidas: “no corresponde que un embajador interfiera en los asuntos internos de otro Estado”. La primera transgresión es incumplimiento de su función, y la segunda es interferir en el proceso electoral chileno. Lo desconcertante es que Bielsa no desconoce algo tan obvio en la diplomacia. Muchos políticos llegan a embajadores por razones que no tienen que ver con su capacidad ni conocimiento del tema. Algunos reciben una embajada como premio por favores políticos; otros para alejarlos del escenario local. Pero no es el caso de Bielsa. Que Miguel del Sel hubiera cometido un estropicio de ese tipo cuando era embajador en Panamá, no habría causado perplejidad porque sería atribuible a inexperiencia o ignorancia. Pero Bielsa tiene formación y cultura, además de haber sido ministro de Relaciones Exteriores.
¿Cómo se explica que un ex canciller cometa un error de semejante magnitud?
La explicación quizá esté en un rasgo lamentable de la política argentina, particularmente notable en el oficialismo: la sobreactuación ideológica para agradar a los jefes. Una deplorable razón para dejar el lado la “dieta sana” que recomendaba Churchill.