Diez años atrás, Tulio Halperin Donghi, el historiador argentino más influyente del siglo XX fallecía en Berkeley, la ciudad en la que se había radicado en 1971 con el propósito de desarrollar su carrera académica frente a la violencia política que cruzaba la vida pública y universitaria nacional. Desde entonces, su labor historiográfica sobre Argentina y Latinoamérica fue ampliamente reconocida en los principales centros académicos mundiales. Pero como lo dijo más de una vez, y lo dejó sellado en el nutrido repertorio de libros y entrevistas concedidas, la Argentina como objeto de estudio y de reflexión del presente político nunca dejó de interesarle. Viajaba a Buenos Aires todos los años para visitar a su hermana Leta y a los amigos entrañables con quienes emprendió proyectos editoriales de relieve. A partir de 1983, y gracias a la normalización universitaria y la revitalización de la vida cultural y la libertad académica, sus visitas se hicieron más frecuentes y regulares. A partir de entonces, integró cuerpos docentes estables de carreras de posgrado de varias universidades públicas y de gestión privada del país, recibió distinciones honoríficas de instituciones prestigiosas y se convirtió en visitante ilustre de jornadas académicas donde jóvenes historiadores e historiadoras seguían con reverencia sus conferencias, clases o comentarios de libros recién editados que leía cada vez que aterrizaba en Ezeiza y acumulaba en la biblioteca de su casa. Poco antes de morir la colección Historia y Cultura de la Editorial Siglo XXI, dirigida por el historiador Luis Alberto Romero, publicó su último libro: el que dedicó a Manuel Belgrano, el “enigma” de ese hombre que cabalgó entre dos mundos, el colonial y el de la revolución republicana, como lo narró el Mitre historiador en sucesivas ediciones antes de la definitiva de 1877. En el libro Halperin trazó la semblanza de un hombre dudoso, en virtud del papel que le tocó cumplir en la Buenos Aires virreinal y la revolución disparada en 1810 en la que tuvo que portar uniforme militar, y por el lugar de relieve que había ocupado su madre en la organización doméstica, las carreras de sus hijos, los matrimonios de sus hijas y en la dinámica de la empresa de comercio de larga distancia que había fundado su marido, el genovés Doménico Belgrano i Peri.
Han pasado diez años desde entonces: una década intensa y atribulada por donde se la mire. En ese lapso, la economía se mantuvo estancada mientras la inflación trepó sin pausa y sin tregua y nos sigue manteniendo en vilo, el empleo del sector privado se mantuvo estable, los salarios y las jubilaciones cayeron en picada y la actual recesión gravita en suspensiones o cesantías mientras el sector informal representa casi la mitad de la población económicamente activa. Entretanto, la mitad de las familias argentinas son pobres, y al menos 6 de cada 10 niños o niñas viven en condiciones paupérrimas por lo que el rendimiento escolar en lengua, comprensión lectora o matemática es decreciente; también el egreso de carreras universitarias está en veremos; la administración pública nacional y el empleo público en todas sus categorías está en el foco de varias tempestades y las criticas llegan hasta las universidades nacionales. El sistema político nacido del derrumbe del gobierno de la Alianza quedó hecho trizas y las principales fuerzas políticas nacionales y populares quedaron deshilachadas; ningún presidente electo por el voto popular pudo renovar su mandatos a diferencia de gobernadores o intendentes eternizados en el poder en cada porción de sus territorios; las dirigencias políticas y sociales en todas sus formas, la “casta” (la metáfora genial de la que todos saben de qué se trata), fue puesta en jaque por un “outsider”, sin territorio y con escasa representación en el Congreso, pero que maneja como la palma de su mano las nuevas tecnologías en la comunicación política, ensalza los beneficios de las fuerzas del mercado, batalla contra el concepto de “justicia social”, propone para integrar la Corte Suprema de Justicia a un juez federal de dudosa reputación y atribuye los males del país al Estado, las corporaciones y a todas las experiencias de democratización política y social que jalonan la historia argentina contemporánea.
Es difícil conjeturar qué hubiera dicho Tulio de esta nueva Argentina y cuántos interrogantes hubiera planteado con su habitual ironía e inteligencia en tertulias, jornadas, clases, entrevistas o cafés. Qué tipo de relaciones habría propuesto con esa capacidad singular de penetrar en los pliegues del pasado porque como dijo una vez Ezequiel Gallo, su amigo y compañero en el arte de historiar, tenía la capacidad para “extraer de los archivos y las fuentes documentales respuestas que ninguno de nosotros había advertido”.
Sin ninguna duda Halperin habría mirado el fenómeno en su complejidad, es decir, sin simplificaciones y con una narrativa plagada de interrogantes y subordinadas interminables. Así lo hizo en los años sesenta cuando publicó el ensayo Argentina en el callejón, en el que manifestó su doble preocupación de interrogar el pasado desde las preguntas del presente, y a la vez, con el fin de encontrar en el pasado las claves para descifrar el presente argentino encorsetado en la confrontación entre peronismo y antiperonismo.
En 1995 retomó el espíritu de aquel ensayo con una nueva y estimulante versión: La larga agonía de la Argentina peronista, un texto con el que muchos polemizaron y que ha sido reeditado con un jugoso prólogo a cargo del historiador de las políticas económicas argentinas, Pablo Gerchunoff. En ese texto, Halperin estuvo lejos de vaticinar el fin del movimiento fundado por Perón. Antes bien reflexionó sobre la transformación que había experimentado desde antes del colapso de la dictadura militar, la derrota electoral asestada por Alfonsín en 1983, y el ambivalente proceso de renovación peronista en el que el riojano Carlos Menem terminó ocupando el sillón presidencial para dejar atrás sus promesas de campaña, indultar a los condenados por la violación de los derechos humanos y encarar un plan de reformas inédito basado en la desregulación económica, la privatización de empresas públicas, la reducción de competencias del Estado nacional en beneficio de provincias o municipios y el éxito relativo del régimen de convertibilidad que sobrevivió a tientas hasta el final de su segundo mandato. Pero en 1995 la grilla halperiniana todavía no podía dar cuenta de esa deriva, sino que hizo foco en el mundo social que lo había hecho posible. Las causas últimas de esa novedad era lo que en realidad le importaba por lo que no resultó sorprendente que reposara la lente en los indicadores que ya hacían patente la pulverización de la estructura social y de las organizaciones obreras que habían dado origen al peronismo, junto a las evidencias que demostraban los límites de la movilidad social ascendente que había cimentado los pilares de la integración social y cohesión cultural por lo que la Argentina se distinguía en el concierto de naciones latinoamericanas desde el siglo XIX.
Al final del ensayo pensado y escrito cuando el liderazgo de Menem era ratificado por el voto peronista y el voto de quienes hasta 1989 habían representado el arco antiperonista en más de una vertiente ideológica, el agudo observador del presente y escrutador del pasado argentino adujo:
“La hiperinflación [1989] constituyó así el momento resolutivo en la interminable agonía que llegaba a su término, para la sociedad forjada por la revolución peronista. ¿Por qué lo fue? Sin duda se trató de un momento insólitamente dramático… si en otros episodios la sociedad había también descubierto nuevos peligros y acechanzas, lo que ella había descubierto esta vez era que el peligro estaba en ella misma, que por el camino que había tomado sólo podía avanzar hacia una desintegración destinada a expresarse en incontenible violencia y ruina. Y con ello descubrió a la vez que por nada del mundo estaba dispuesta a volver a vivir lo que había vivido en esos días… Este fin fue también un principio: el principio de los días que estamos viviendo. A la memoria de esa experiencia debe su fuerza el orden socioeconómico y político que hoy vemos perfilarse; es ese recuerdo aleccionador el que da a las mayorías la fortaleza necesaria para soportar la ostentosa indiferencia de los sectores privilegiados por las penurias que siguen sufriendo los que no lo son, y ofrecer su resignada aquiescencia a la progresiva degradación de las instituciones cuya restauración celebraron con tan vivas esperanzas (…) Gracias a él en suma la Argentina que ha logrado finalmente evadirse de su callejón se resigna a vivir en la intemperie”.
No parece necesario traer a colación algún parecido o aire de familia entre la Argentina de 1995 y la actual. Por eso resulta estimulante volver a leer a Halperin a diez años de su partida, para lo cual las claves de lectura aportadas por Gerchunoff habrán de servir para trazar un diálogo imaginario entre su legado y las certezas, derivas o desconciertos que vigorizan el debate público actual.
* La autora es historiadora del INCIHUSA-CONICET y UNCuyo.