Los argentinos tenemos un deporte favorito, y no… no es el fútbol. Se trata de uno del que gustamos practicar a toda hora –desde el café de la mañana hasta la picada de la noche– y en todo lugar –bares, hogares, SUMS y Zooms. A riesgo de sonar pedante, creo que la manera correcta de denominarlo sería logomaquia, el fabuloso arte de entretenerse en discusiones sin llegar jamás al fondo del asunto.
Desde ya, nuestra logomaquia es el deporte más inclusivo de todos. Para practicarlo no hace falta ninguna habilidad ni conocimiento especial; basta simplemente con tener boca. Todo tema es ocasión válida para entablar una candente discusión, con la sola condición de que el mismo haya sido puesto en la vidriera nacional por alguna situación, aleatoria o no. Si un edificio trágicamente se derrumba en el Hemisferio Norte, de pronto todos somos ingenieros. Si un compatriota fallece en un accidente aéreo, todos nos convertimos automáticamente en peritos eximios.
En los últimos días, la atención giró hacia uno de los temas favoritos –por repetitivo– de la disciplina: la educación. No es para menos ya que pocos fenómenos en nuestro país han tenido una continuidad tan marcada como la destrucción del sistema educativo. Hasta pareciera haber alguna intencionalidad detrás del asunto… De cualquier manera, el hecho que ha puesto a la educación nuevamente en nuestras combativas lenguas no se relaciona con las rituales reuniones paritarias ni con las más recientes consideraciones acerca de la presencialidad educativa en tiempos pandémicos. En este caso se trata de un video, grabado clandestinamente por un alumno de una escuela pública de La Matanza, en el cual una exaltada docente realiza una férrea defensa de la gestión de los gobiernos kirchneristas ante las críticas de otro de sus alumnos.
El caso como tal no es algo que llame tanto la atención de cualquiera que haya pisado alguna vez una institución educativa de gestión pública, sea del nivel que sea. Quizá resulte chocante contemplar la desproporción de los contendientes, pero no es lo peor que ha pasado en este país. Hemos sido testigos de cómo maestras de primaria hicieron a sus alumnos escenificar un supuesto fusilamiento de mapuches a cargo de agentes de Gendarmería Nacional. También hemos visto a los directivos, docentes, alumnos y padres del más prestigioso colegio de la ciudad de Buenos Aires agitar el fantasma de una desaparición forzada, exigiendo castigos sin siquiera poseer evidencia medianamente fidedigna.
A título personal, lo que más me ha movido a escribir estas líneas es la reciente intervención de nuestro presidente –ese Rocky Balboa de la logomaquia autóctona- quien no deja que trompada alguna aterrice fuera de su cara. En una entrevista brindada ante la prensa afín, Fernández se apoyó en sus antecedentes –37 supuestos años de supuesta docencia universitaria en la supuesta mejor universidad de nuestro país– para defender a la profesora en cuestión indicando que con su acción habría intentado “abrir la cabeza” de los alumnos visto que estos últimos no necesitan que se les brinden certezas sino que se les siembren dudas. Casualmente, estoy de acuerdo al menos con el espíritu de la última frase: nada más aburrido y poco edificante que la clase de manual, donde se repiten conceptos y definiciones ya formadas y se espera que los alumnos las reproduzcan memorísticamente en el momento del examen.
Con todo, desconozco en qué parte del acalorado diálogo entiende Fernández que la docente intentó “sembrar dudas”, cuando todo lo que se escucha es un discurso impermeable y enfático que sólo da lugar a dos posibilidades: reaccionar o someterse.
A mi pesar, carezco de 37 años de docencia universitaria. Pero, con mi escasa experiencia, me animaría a hilvanar al menos tres principios sencillos y a la vez necesarios para una práctica educativa que fomente el desarrollo del pensamiento y el debate en nuestros alumnos:
- Recordar que las dudas sembradas siempre son un medio y jamás el fin de la práctica educativa. Se busca generarlas para despertar en el alumno su natural tendencia al descubrimiento de la verdad (“Todo hombre desea por naturaleza saber” Metafísica I, 1). En cambio, el amor a la duda por sí misma solo es una pobre expresión del relativismo, que es la antítesis de todo auténtico ejercicio intelectual.
- Para que las dudas puedan germinar y se pueda ir al fondo del asunto debatido, el tema a discutir debe ser trascendente, y debe ser trabajado a partir de la lectura conjunta de autores suficientemente profundos. Para ello, lo recomendable es acudir a los textos clásicos de cada disciplina (política, economía, historia, derecho, filosofía, literatura): aquellos que, aunque hayan sido escritos hace cientos o miles de años, aún siguen suscitando la admiración o el rechazo, pero jamás la indiferencia. De lo contrario, si vamos a discutir sobre las opiniones que cada uno ya posee sobre temas triviales y pasajeros, no estaremos ante un auténtico debate sino más bien ante un nuevo encuentro de logomaquia.
- Debido a la lógica desigualdad existente entre los alumnos y el docente, este último no debe involucrarse en el debate como una parte más, sino que debe oficiar de moderador y patrocinador del mismo, procurando que los estudiantes sean capaces de buscar y articular los mejores argumentos posibles mediante las preguntas apropiadas. En este sentido, el docente debería incluso cuidarse de favorecer alguna opinión por sobre otra ya sea con sus palabras, ya sea con sus gestos. De no hacer esto, la posibilidad del debate se desvanece dejando en su lugar un discurso cerrado, más o menos acabado.
Siempre es oportuno que nuestra atención tan volátil vuelva, al menos por unos minutos, hacia los graves problemas de la educación argentina. Pero ya va siendo hora de que nos deshagamos de esos vicios tan nuestros que nos llevan a hablar de todo y a ocuparnos en nada.
*El autor es Doctor en Filosofía