Empezó la era de las teorías conspirativas

Donald Trump logró amasar un núcleo duro de apoyo fanatizado en sectores de posiciones extremas. Y lo alimentó con todo tipo de teorías conspirativas.

Empezó la era de las teorías conspirativas
Los últimos días de Donald Trump como Presidente de los Estados Unidos.

El mundo contempló estupefacto la primera postal de la era de las teorías conspirativas que ha comenzado. Parecen escenas de comic, el género norteamericano que creó villanos estrafalarios. Pero fue la realidad, o más precisamente, el asalto de la realidad alternativa a la realidad.

La era de las teorías conspirativas no empezó con el asalto al Capitolio por una turba que lideró un extremista disfrazado de personaje mitológico, pero esa fue su expresión más visible y estridente.

El “conspiracionismo” no es un fenómeno tan novedoso como su actual incubadora: las redes sociales. En la antigüedad fueron incubadas por las religiones y después por su continuidad, las ideologías dogmáticas. En lo más oscuro de la Edad Media, el fanatismo católico empezó a estigmatizar a los judíos con visiones conspirativas, generando siglos de pogromos y segregación. El nazismo continuó la tarea y desembocó en la industrialización del asesinato.

Hoy, las redes son el ducto por el que transitan las teorías conspirativas. Por delirantes que parezcan, carcomen la democracia. Lo prueba el único ataque al Capitolio desde 1814. En aquella oportunidad, el atacante fue el ejército británico en el marco de la guerra que el presidente James Madison había declarado al Reino Unido. Ahora fueron organizaciones racistas y grupos lunáticos que proponen “ejecutar” a Hillary Clinton, satanizan a George Soros y sostienen que al mundo lo maneja una secta satánica de pederastas.

Ese fue el ejército con que Donald Trump atacó al Poder Legislativo con el objetivo de destruir una elección. Nadie debió sorprenderse con ese fallido golpe contra la democracia. En las primarias republicanas, el magnate neoyorquino dejó en claro que su modelo de liderazgo es el de Vladimir Putin y el sistema al que aspira debe parecerse al ruso, donde el poder del líder está por encima de las instituciones.

Por cierto, la aplicación del método de construcción de poder hegemónico, como lo ha demostrado en otros países por izquierda y por derecha, le permitió dividir la sociedad, inocular odio político, tratar al adversario como enemigo, demonizar a las voces críticas y señalar a grandes medios de comunicación como tejedores de intrigas contra el gobierno que defiende los intereses nacionales y populares.

Trump también logró amasar un núcleo duro de apoyo fanatizado en sectores de posiciones extremas. Y lo alimentó con teorías conspirativas.

El rasgo particular del trumpismo, igual que en el “conspirativismo” de Olavo de Carvalho, el gurú de Bolsonaro, es que las teorías conspirativas que irradió desde el poder fueron delirantes y mucho más extremas que el “lawfare”, relato de conspiración que, al menos, tiene algún vínculo con la realidad que deforma.

El autoritarismo que Trump irradió con gestos, actos y palabras fue naturalizándose. El pensamiento democrático siempre es amedrentado por lo que Umberto Eco llamó “el ur-fascismo”. Y reacciona tarde.

Cuando Trump decía desde el inicio de la campaña electoral que en la elección habría fraude, estaba anunciando que, si perdía, desconocería el resultado. No hay otra forma de interpretar un vaticinio tan absurdo en un país donde no hay “una” elección presidencial, sino “51” elecciones presidenciales: una por cada Estado y la del Distrito Capital.

Lo que hizo desde que las encuestas mostraron la posibilidad de que perdiera, fue conspiración a cielo abierto. O sea, a la vista de todos, en un escenario donde la realidad alternativa que llevaba años describiendo intoxicó a la sociedad y contaminó la política.

Su versión de lo que los alemanes llaman “putsch” y los franceses “coup d’etat” fue derrotado por las instituciones, pero si no le quitaran los atributos presidenciales mediante la Enmienda 25ta o no lo destituyeran con un impeachment, quedaría un antecedente infeccioso.

Trump llevaba meses conspirando sin que las instituciones lo frenaran. Después delinquió dejando las pruebas a la vista: el llamado al gobierno de Georgia para que adultere el escrutinio en ese Estado y, a renglón seguido, la instigación al ataque contra el Congreso.

Si esos delitos quedaran impunes, habría un precedente contaminando la cultura política norteamericana.

Los consumidores de teorías conspirativas habitan la realidad alternativa. A esa franja creciente en todo el mundo no le importa lo visible y verificable, si no su creencia. Piensa con la emoción, no con la razón. Y las emociones pueden ser moldeadas en las aldeas ensimismadas que se propagan en la web.

Millones de norteamericanos creyeron algo tan absurdo como que Biden es comunista y quiere convertir a Estados Unidos en Venezuela. Por eso creyeron en el “fraude masivo” que gobiernos estaduales republicanos, jueces y la Corte Suprema desestimaron por ser una patraña sin pruebas ni argumentaciones razonables. Y probablemente seguirán creyendo. Eso logra el mesianismo autoritario.

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