Con el inicio del nuevo milenio, en medio del pesimismo del “que se vayan todos”, se multiplicaba en Argentina un fenómeno social nuevo, que reunía a miles de personas: las ferias del trueque. El ingenio y la desesperación se sintetizaron en esta respuesta de la sociedad civil ante la crisis.
Sin Facebook ni celulares, se consolidó una verdadera red. Desde mi lugar en Desarrollo Social, pude observar cómo las mujeres protagonizaron ese proceso, cuando la necesidad de llevar un bocado a sus hijos las incentivó a integrarse al sistema. Bienes y servicios se intercambiaban sin la mediación del dinero que no tenían. Camperas de cuero, zapatillas, empanadas, sillones, ruedas, remeras, televisores, son algunos de los artículos diversos que se mezclaban de manera insólita en esos espacios. Tampoco faltaron los espectáculos musicales o teatrales que sumaron alegría y color a estos verdaderos acontecimientos sociales.
En esa necesidad de supervivencia, se juntaron personas que ofrecían cosas realizadas, queridas o ya innecesarias de sus casas, como los que aprovechaban para trocar artículos de dudosa procedencia. Como si la historia de nuestro país marchara al compás del tango Cambalache, junto al producto del trabajo genuino se unió la estafa y el oportunismo mentiroso.
No se trataba de la práctica atávica de los pueblos andinos del Perú o Ecuador, donde distintos grupos intercambian productos alimenticios o artesanales que se complementan. Hay un orgullo especial en esos pueblos, que ofrecen lo producido gracias a saberes ancestrales, que está muy lejos del dolor de quienes deben deshacerse de un televisor para poder comer.
En sintonía con el espíritu de esos procedimientos andinos, las mejores experiencias de esa época tuvieron que ver con personas que pudieron demostrar un talento en el hacer, que después se convirtió en un proyecto de vida: mujeres y varones sin trabajo que elaboraban exquisitas pastas, conservas o chacinados; productores agrícolas que optimizaban el valor de su producto sin intermediarios; peluqueras/os que mostraron talento con sus cortes y tinturas. Son ejemplos de los muchos casos en los que el ingenio y la necesidad tuvieron una síntesis: la resiliencia que muchas veces es la única salvación de un pueblo. Muchas PYMES que después fueron prósperas nacieron al calor de esas iniciativas, que se consolidaron con una economía en crecimiento que duró apenas una década.
Algunos intelectuales quisieron ver en esos clubes una nueva economía sin dinero. Se equivocaron. La desaparición de los clubes del trueque fue atribuida a tres causas: la recuperación de liquidez monetaria, la extensión de algunos programas sociales de renta mínima como el de jefes de hogar y la recuperación de la economía.
Pasaron dos décadas y sentimos que “veinte años no es nada”, cuando vemos regresar al trueque en un contexto global diferente.
Los planes sociales llegan a más de la mitad de los argentinos. Ya no se trata de iliquidez sino de un dinero que no tiene valor. En medio de un Estado sobredimensionado, vuelve en muchos jóvenes el sueño borgeano de un país acrático, que no lo prive de sueños. El trueque facilita además un intercambio de bienes y servicios sin asfixia impositiva.
Las redes sociales del mundo digital permiten una serie infinita de caminos para el canje. En muchos casos, sus protagonistas son hijos de una clase media empobrecida, con una pobreza no heredada, pero empujada por una larga crisis que la pandemia agudizó. Con cierto desamparo, parte del pueblo argentino parece entonar los versos de “Resistiré”:
Soy como el junco que se dobla pero siempre sigue en pie
El trueque en época de criptomonedas muestra la iniciativa de una parte de la sociedad argentina desesperada, pero también ingeniosa y vital, que espera una respuesta creativa de parte de su clase dirigente. Señalar un horizonte que vaya más allá de los planes sociales y promueva la tarea de los emprendedores, es parte de esa respuesta.
*La autora es Titular de Desarrollo Social 1999-2003.