Dijo el Tribunal que rechazó este viernes la recusación de Cristina Kirchner y sus abogados contra los fiscales y jueces del caso Vialidad: “La ‘íntima amistad’ por la que las defensas pretenden su recusación, no es más que un relato construido sobre la base de imágenes de las que difícilmente pueda colegirse esa conclusión”.
Con esa definición los jueces dan en el corazón, el meollo de toda la argumentación K desde sus orígenes en 2003: la transformación permanente de la historia y del presente en un relato. No sólo para justificarse ideológicamente, sino también para defenderse jurídicamente, como vemos hoy.
Dice el diccionario que un relato es “una historia real o ficticia, generalmente consistente en una narración lineal.... que se compone de tres momentos: planteamiento, desarrollo y conclusión (o introducción, nudo y desenlace). Este sistema se utiliza para contar una historia de forma clara y ordenada, y lograr así sostener la atención del lector hasta el final.”
Estamos asistiendo, quizá por primera vez en la era K, a un combate semiológico (por la apropiación del significado de los símbolos) entre un relato ficticio versus un relato real.
El “relato ficticio” que lleva años creando y recreando Cristina y sus ideólogos no es tanto que sea mentira, sino que es una justificación ideológica, por izquierda, de lo que desde hace dos semanas, el “relato real” del fiscal Diego Luciani está desmantelando. Refutando la ideología no desde otra ideología, sino desde la acumulación contundente de pruebas reales, cuantitativas, documentadas, fehacientes. Los datos muestran con meridiana claridad cómo Néstor Kirchner construyó desde 2003 en adelante, y desde Santa Cruz a todo el país, un imperio nacional que comenzó con la gestación desde la nada del primer gran empresario amigo, Lázaro Báez (en realidad un testaferro del poder político y personal del entonces presidente). Y que se siguió desarrollando con el intento de cooptar y domesticar al resto del empresariado argentino de modo similar, como meros cortesanos del poder de Néstor. Pero esto corresponde a la segunda parte del “relato real”, al juicio por los cuadernos de Centeno, donde se verá como todos los empresarios relacionados con la obra pública denuncian, con el fin de no ir presos, el chantaje al que fueron sometidos (muchos con gran complacencia) a fin de seguir trabajando para el Estado.
Algunos dicen que eso fue exclusivo de Néstor, mientras que Cristina ignoraba casi todo. Pero lo que Luciani demuestra es que durante las dos presidencias de Ella, el sistema de la “tangentopoli” argentina en su versión nacional y popular, siguió como si no se hubiera muerto su creador. Sólo que Ella lo cubrió con un inmenso paño ideológico donde en vez de negar la corrupción (cosa imposible de hacer por su desbocada magnitud) la explicaba como una transferencia de recursos de arriba hacia abajo, de la oligarquía hacia el pueblo que Ella con su marido representan. Así, pruebe lo que pruebe el fiscal Luciani, para los intelectuales y políticos “revolucionarios” que defienden a Cristina, nada les hará mella, porque según ellos, como alguna vez dijo el periodista ultra K Hernán Brienza, Cristina más que robar, le expropió bienes a los que más tenían para ponerlos a disposición de los que menos tenían, y si lo hizo así es porque de otro modo no se podía haber hecho en una sociedad aún capitalista, donde la única opción de hacer justicia es robar a otro ladrón.
Pero allá esos ilusos, dejemos a su conciencia decidir si se trata de una perversión ideológica o una justificación disimulada de su defensa de la corrupción. Lo cierto es que ni Néstor antes ni Cristina ahora se creyeron ese relato ficticio inventado por ellos, porque nadie mejor que ellos sabía la verdad. Aun así la genialidad fue la creación de ese relato. Los gobiernos anteriores cuando robaban, ocultaban lo recaudado porque sabían que estaba mal robar. En todo caso, el argumento más cínico de todos fue el del robo para la corona, lo que más se aproxima a la razón kirchnerista para justificar la corrupción, pero aún de modo incipiente. El robo para la corona todavía admitía que los políticos que robaban eran “piratas” del rey que le pedían coimas o botines a los poderosos privados. Pero con el kirchnerismo los piratas se convirtieron en la nobleza real, quisieron reemplazar a los poderosos privados o convertirlos en sus testaferros. Explicado ideológicamente, fue un relato ideal para estudiantinas revolucionarias bien remuneradas estatalmente y para ancianos montonerizados añorantes de un destino que no fue y que ahora parecía realizarse aunque fuera desde el liderazgo de un matrimonio corrupto. Los desahuciados de la historia, podían revalidar al final de sus vidas un sueño que se les frustró al principio. Y los jóvenes se encontraban con el viraje más increíble y benéfico de la historia: enriquecerse al mismo tiempo que hacían la revolución.
Antes se robaba para la corona, ahora se robaba para la política, no para la fortuna personal del rey (aunque se fugaran algunas monedas para carteras y otros menesteres menores en relación a lo “expropiado”) sino para devolverle el poder al pueblo, o sea a ellos como representantes del pueblo.
Los “verdaderos” corruptos, los menemistas, le entregaban el poder y las empresas estatales a los privados, como si fueran sus empleados desde el gobierno. Pero ellos, los kirchneristas, se las quitaban y convertían a los empresarios en empleados del poder popular. Un cambio copernicano que todo lo justificaba.
Frente a ese relato monumental, un mero contrarrelato republicano liberal no alcanzaba. Poco podía hacerse oponiendo el mero respeto a las formalidades institucionales que a esta gente nunca le importó avasallar. Pero ahora todo cambió. Al gran relato de ficción le apareció un relato real basado en toneladas de documentos que con el tiempo tendrán carácter de históricos al mostrar el método de corrupción estatal más grande jamás creado en el país. Como el que creó Putin, el político más admirado por los gestores de este sistema de poder.
Al principio del juicio, Cristina estaba más o menos satisfecha, porque creyó que lo de Luciani era una suma de generalidades conceptuales como las que se habían pronunciado contra ella en los últimos años o que en todo caso no pasaría de copiar lo que denunciaron algunas investigaciones periodísticas. Por eso mandó a los suyos a decirle a Luciani: ja, ja, no tenés ninguna prueba. Pero a medida que fueron transcurriendo los alegatos, el alivio devino pavor: resulta que cada día las pruebas fácticas eran más aplastantes. Fue allí que se decidió el segundo paso: impedir que este fiscal y estos jueces siguieran actuando, rastreando en sus vidas personales para deslegitimarlos como sólo lo puede hacer el poder político desde sus agencias de seguridad. Es que ahora están muy asustados porque se encontraron frente al teorema de Luciani: aquel que dice que mientras más rotundas son las pruebas contra el acusado, éste se desespera cada vez más y actúa en consecuencia, desesperado.
Un teorema, el de Luciani, que puede resumirse en sólo tres palabras: dato mata relato.