Todos los miércoles aparece en pantalla durante cinco horas. Con un lenguaje violento, lanza invectivas y amenazas contra sus críticos. Aparece sentado con un garrote enorme a mano, sobre la mesa. Es Diosdado Cabello, el militar más fuerte de la dictadura venezolana. En su última diatriba, humilló al presidente Alberto Fernández. Lo puso en el octavo círculo del infierno: “Llegó y defraudó”. Nadie en el gobierno argentino reaccionó contra el insulto.
Jair Bolsonaro también tiene un programa semanal con discurso violento. El presidente brasileño no es menos militarista que Cabello. Las fuerzas armadas de Brasil tienen una enorme influencia en su gobierno. Casi la mitad del gabinete de ministros y cerca de 3000 miembros activos del ejército en puestos estratégicos de la administración nacional. Bolsonaro fustigó a Alberto Fernández por su postura sobre el aborto. Tampoco hubo reacción. Acaso porque envolvió la crítica adentro de una advertencia ladina: Argentina quiere ser Venezuela.
El oficialismo en Argentina demuestra un desinterés manifiesto en la defensa del gobierno que conquistó. Lo único que se observa es la decisión explícita de desgastar la figura presidencial.
En medio de una crisis enorme, que acelera a fondo barranca abajo, el Gobierno se trenzó en un debate inverosímil. La vicepresidenta Cristina Fernández mandó a hostigar al Presidente porque el país convalidó la denuncia de delitos de lesa humanidad del régimen chavista. Ocurrió en las Naciones Unidas, y a consecuencia de un informe de la expresidenta chilena Michelle Bachelet. Dirigente socialista, hija de un militar encarcelado por Augusto Pinochet. Ella misma y su madre detenidas y torturadas por la dictadura antes de partir al exilio.
La diplomacia argentina vaciló en un limbo horrendo. Primero apoyó a Venezuela en la Organización de Estados Americanos. Poco después se conocieron declaraciones de Joe Biden, el candidato demócrata a la presidencia norteamericana y preferido de la cancillería argentina. Dijo en Miami: “Nicolás Maduro es un dictador. Así de sencillo”. Luego, el voto argentino en la ONU. Las mofas impiadosas de Cabello y Bolsonaro. El silencio avieso de Cristina.
Las abiertas agresiones del kirchnerismo contra Alberto Fernández dan cuenta de un nuevo momento en la escena política. A un año vista de las elecciones legislativas, la dispersión no ha comenzado en los márgenes. La crisis está socavando adentro. No sólo las reservas del Banco Central están vacías. También parece exhausto el capital simbólico.
Esa diferenciación acelerada es la que alimenta las versiones sobre un cambio de gabinete. También para ese menester hace falta escuchar las voces de los dos gobiernos. Para el de Olivos, Santiago Cafiero es inamovible. Para el Instituto Patria, también. Sonríen y susurran que a esa tarea ya la cumple con eficiencia el ministro del Interior, Wado de Pedro. Como Juan Martín Mena, en relevo de Marcela Losardo. O Rodolfo Baradel y Hugo Yasky, con la llave de las aulas que Martín Trotta dice tener.
El caso de Ginés González García es una metafísica de mayor nivel: perdió la vergüenza antes que el ministerio. Alberto Fernández regresó en soledad científica a las explicaciones de la pandemia. Sólo para dejar en claro que el Gobierno ha perdido el control de la emergencia sanitaria. No sabe adónde va, ni con qué instrumentos. El caos normativo y los temores de tribu que el Gobierno fomentó para levantar trincheras territoriales resultaron inútiles. El estado de excepción que utilizó para objetivos subalternos -como la embestida contra el Poder Judicial- trastabilló desde el piquete bonaerense de las policías bravas. Y la obediencia social colapsó por el derrumbe de la economía. Que según las autoridades podía esperar hasta la pospandemia. “La culpa de todo la tiene el virus”, reflexionó el Presidente. Una conclusión ejemplar.
El rincón del gabinete donde Cristina y Alberto merodean el estallido es el de la economía. Si se analizan las palabras del ministro Martín Guzmán y la titular del FMI, Kristalina Georgieva, un ajuste inminente -y de grandes proporciones- parece casi irreversible.
Guzmán le dice a la tribuna que no hay por qué bajar el gasto. Pero ya prometió una poda significativa del déficit en el Presupuesto. ¿Es posible conseguirla sin paralizar obras públicas, pisar las jubilaciones, eliminar de cuajo los subsidios que durante la pandemia no alcanzaron para frenar el crecimiento exponencial de la pobreza y sostener empresas fundidas como zombis corporativos?
Georgieva responde al minué: dice que no pedirá más ajuste. Porque espera que apliquen el que ya le prometieron. Entre ambas dialécticas no se puede descartar que prime la lógica de los antecedentes en Argentina: licuación de ingresos privados y gastos públicos por vía de la devaluación. Es lo que está señalando a gritos la actual brecha cambiaria.
Ese horizonte crítico despierta en el oficialismo un fantasma inconfesado: que tras la pausa trágica de la pandemia, el año próximo sea una continuidad del 2019. El balotaje del voto castigo.
Antes que admitir esa nueva normalidad, Cristina empuja para acelerar la dinámica de un populismo expulsivo. Sin recursos para todos, que se reparta sólo entre propios. El resto puede exiliarse. Es lo que Diosdado Cabello enseña a gritos con su garrote. A Venezuela se puede llegar, incluso por los caminos malqueridos.