En enero de 1961 John F. Kennedy se convirtió en uno de los presidentes más gloriosos de Estados Unidos. Irónicamente su figura se tornó perenne al ser víctima de un asesinato, el fatídico 22 de noviembre de 1962 en Dallas.
Kennedy es una especie de símbolo, la representación ideal del buen norteamericano y –según diversas encuestas- sigue siendo considerado uno de sus mejores representantes por el pueblo estadounidense.
Toda esta aureola demócrata y casi hagiográfica, se alimentó década tras década por tragedias familiares, que en el imaginario colectivo se conoce como la “maldición Kennedy”. Una serie de muertes no naturales, en total 23, que afectó a la familia y que llega a nuestros días: el pasado 3 de abril Maeve McKean –sobrina nieta de John F. K.- y su hijo Gideon fueron hallados muertos tras un accidente de canoa.
Más allá de estas situaciones de público conocimiento, los Kennedy trataron de sepultar en el olvido una de las mayores catástrofes desatadas por el jerarca familiar y que arruinó la existencia de Rosemary, hermana del futuro presidente.
Una mala práctica en el parto dejó secuelas
Debido al comportamiento poco deseable de la muchacha –que incluía agresiones a miembros de la familia, escapes nocturnos para intimar con hombres o beber en bares-, se decidió practicarle una lobotomía a los 23 años.
Este tipo de intervenciones tuvieron el visto bueno de la medicina por un breve tiempo. Basadas principalmente en el éxito que demostraron sobre chimpancés con demencia, al practicarse en humanos condujeron a un gran porcentaje de invalidez total y al 6% de muertes.
El método se volvió muy popular en Estados Unidos gracias al psiquiatra Walter Freeman, quien sin ser cirujano las realizaba valiéndose de un “picahielo”. Este sujeto llegó a recorrer el país del Norte en una casa rodante practicando lobotomías hasta en cuartos de hoteles. Si bien se prohibió en 1967, hasta su muerte en 1972 no dejó de realizarlas.
Rosemary fue colocada justamente en manos de Freeman y en noviembre de 1941 sometida a esta intervención. Su padre, Joseph P. Kennedy, era un diplomático de carrera y aspiraba a un futuro en la política para sus hijos. La actitud de la joven podía ser una mancha enorme y nadie se atrevió a contradecir sus órdenes. Lamentablemente aquella operación fue un fracaso rotundo.
La joven perdió la capacidad de caminar y adquirió muchas dificultades para hablar. Su padre decidió internarla en un asilo y olvidarse del asunto, dejarla en la oscuridad total de la que nunca fue rescatada. Jamás la visitó mientras observaba con placer el crecimiento político de John y sus hermanos.
En su libro La Kennedy perdida, Elizabeth Koehler-Pentacoff nos deja conocerla en la ancianidad. En la última residencia donde vivió trabajaba una tía de la encargada de cuidar a Rosemary. “Amaba las fiestas, la música y los dulces. Si decíamos que teníamos una caja con dulces, sus ojos se iluminaban. Cuando la gente la visitaba, se sentía en el cielo”, señala Koehler-Pentacoff.
Víctima de un padre ambicioso, la vida de Rosemary se apagó a los 85 años en 2005, rodeada de algunos de sus hermanos. Sin duda es esta una lección sobre los daños colaterales de la ambición y la hipocresía.
*La autora es Historiadora.