El ritual de la independencia

El director O’Higgins encabezó la procesión hasta el tablado custodiado por las banderas de Chile y de las Provincias Unidas que lucía el retrato de San Martín compuesto por el mulato José Gil de Castro.

El ritual de la independencia
El retrato de San Martín compuesto por el mulato José Gil de Castro

El 5 de enero de 1817 en vísperas de la celebración de la Epifanía del Señor, el Ejército de los Andes desfiló por las calles de la ciudad en medio de un clima festivo e inflamado de fervor patriótico. Con ello, San Martín reactualizaba rituales que habían servido al lazo íntimo entre el Rey español y sus súbditos americanos con los inaugurados desde 1811 cuando las fiestas cívicas celebraban la “gloriosa revolución” y los éxitos militares de los enrolados en la causa de América.

Aquel día el ejército salió del campamento del Plumerillo para hacer pie en la plaza principal y desfilar tras la imagen del Virgen del Carmen hasta la Iglesia Matriz donde el vicario castrense bendijo la bandera y el bastón de mando. Luego San Martín la exhibió en el tablado, la batió tres veces y el pueblo y las tropas exclamaron ¡Viva la Patria!.

El triunfo de Chacabuco precipitó idénticas emociones y prácticas sociales a uno y otro lado de la cordillera: mientras los templos exhibieron los trofeos de guerra y exaltaron las virtudes guerreras del ejército y su jefe, en Santiago las tiendas y almacenes de españoles europeos fueron saqueadas por la muchedumbre enardecida y destruyó retratos de los capitanes generales e imágenes religiosas del maestro de Escuelas del Rey por haber predicado en contra de los patriotas.

Pero sería la jura y proclamación de la independencia chilena la que expondría la continuidad y reinvención del ritual revolucionario. El día elegido fue el 12 de febrero de 1818, que evocaba el éxito patriota del año anterior, y se inició con salvas de cañones en la Plaza Mayor donde se colocó la bandera roja, azul y blanca, que demostraba la exclusión de los hermanos Carrera en la fundación de la nueva patria. Entretanto, el director O’Higgins encabezó la procesión hasta el tablado custodiado por las banderas de Chile y de las Provincias Unidas que lucía el retrato de San Martín compuesto por el mulato José Gil de Castro: el artista peruano que había retratado a los virreyes, y había estilizado la saga de representaciones del héroe de Chacabuco que exaltaba la “gloria del restaurador de Chile” y lo ubicaba en la estela de “hombres famosos” que habían engrandecido la “revolución de América”. Las ceremonias se replicaron en La Serena y Coquimbo sin penetrar en provincias del sur en tanto se mantenían fieles al monarca español.

Ya en Lima, quien se autoproclamó Protector de los Pueblos Libres del Perú en base al control de las intendencias del norte y la costa, la movilización de las castas y la proliferación de guerrillas indígenas que querían “ver nacer la Patria”, tuteló la Junta General de Vecinos que hizo explícita la declaración de “nuestra libertad de la corona y nación española, y de cualquier otra extranjera”. Las celebraciones de la jura y proclamación de la independencia exhibieron la progresiva y selectiva sustitución de la simbología real por la liturgia patriótica. En sintonía con los rituales que habían caracterizado la proclamación real y la constitución española recién jurada, el 27 de julio la ciudad fue ambientada con telas, banderas, guirnaldas, arcos alegóricos y fuegos de artificio. Al día siguiente, tuvo lugar el desfile que fue encabezado por San Martín y el gobernador político y militar de Lima, quien portaba el “pendón de la libertad” con el nuevo escudo de armas seguido por corporaciones y el ejército que portaban las banderas de las Provincias Unidas y Chile. Al llegar al tablado, el marqués cedió a San Martín el estandarte que agitó más de una vez expresando a viva voz: “El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende: viva la Patria, viva la libertad, viva la independencia”. Como en Santiago, el ceremonial siguió en las plazuelas de la ciudad para concluir con un exquisito banquete en el palacio gubernamental y el sarao ofrecido por el ayuntamiento que fue simultáneo a fiestas populares callejeras. Días después, el juramento de San Martín y de sus funcionarios del “Estatuto provisional”, reeditó el ceremonial patriótico en el tablado a la vista del público.

Pero el montaje simbólico del poder independiente no quedó allí sino que San Martin se preocupó por rescatar el pendón real de la Ciudad de los Reyes . Ese estandarte que había sido objeto de devoción popular por representar la fidelidad entre el Rey y la ciudad desde 1541, y que era exhibido todos los años en el desfile de renovación de los cargos concejiles como expresión de la autonomía local en el principal bastión sudamericano de la monarquía española, fue localizado en una hacienda de Pisco o Chicha y trasladado de inmediato a las manos del Libertador quien, después de verificar su autenticidad por el ayuntamiento limeño, lo depositó en la recién creada Biblioteca Nacional junto a los cajones de libros que había reunido en su periplo trasatlántico y continental.

Y sería esa reliquia del poder colonial la que ocuparía un lugar de privilegio en 1822 cuando después de haberse entrevistado con Bolívar tomó la decisión de abandonar el teatro de la guerra y emprender el regreso al Viejo Continente. Para entonces, el general decidió cargarlo en su equipaje junto a otros objetos que atestiguaban su protagonismo en las guerras de independencia mientras brotaban opiniones adversas en Lima, Santiago de Chile, Mendoza o Buenos Aires.

Una reliquia que preservó hasta su muerte, no sin antes disponer en su testamento, que fuera restituido a la república peruana como muestra tangible de la pulverización del sistema colonial en Sudamérica. En cambio, el estandarte de Pizarro que creyó haber rescatado en una hacienda próxima al lugar donde había enarbolado el pabellón y el escudo peruano, y que fue hallado en una hacienda de Cuzco, fue remitido por Sucre a Bolívar como trofeo del triunfo sobre las armas del rey en Ayacucho, sigue luciendo en las vitrinas de un museo de Venezuela.

* La autora es historiadora del Conicet.

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