Aún recuerdo la agitación de mi padre cuando, aquel día, nos despertó tan de madrugada a mi hermano y a mí, blandiendo el diario matutino en su mano mientras nos comentaba que los rusos habían puesto en órbita un raro aparato.
Inolvidable aquel despertar.
Estoy convencido de que fue este hecho –teniendo yo apenas 5 años de edad– el principal que inclinó mis inquietudes al permanente estudio de los descubrimientos que la Ciencia hace del Universo.
¿Qué había pasado ese día?
El 4 de octubre de 1957 la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) puso en órbita el primer satélite artificial, construido por la especie humana, que tuvo la Tierra. La órbita establecida fue de un apogeo de 939 Km. y un perigeo de 215 Km.
El lanzamiento se realizó mediante un cohete R-7 Semyorka desde el Cosmodromo de Baikonur, situado en la actual Kazajistán que –por aquellos días– era parte de la URSS.
Este cohete R-7 medía 28 metros de longitud, sin contar la carga útil; 2,95 metros de diámetro en su cuerpo central y 10,3 metros de diámetro en su base, incluyendo los cohetes auxiliares. De 280 toneladas; con capacidad para transportar una carga máxima de 5,5 toneladas.
El satélite en sí era una esfera de aluminio de apenas 58 Cm. de diámetro que contaba con cuatro antenas –de 2,4 a 2.9 metros de longitud– para transmitir señales a la base.
El aparato –bautizado con el nombre de Sputnik I– era tan rudimentario que quienes lo construyeron no podían dirigirlo a distancia y el clásico “bip”, “bip”, “bip” que emitía a través de dos transmisores de radio (de 20,007 y 40,002 Mhz.); en tanto la nave se desplazaba a 29.000 Km./hora, algo impensado hasta aquel momento.
A través de esas señales fue posible por primera vez obtener información sobre la densidad de las capas altas de la atmósfera y la concentración de electrones en la ionosfera. También de la temperatura y presión en el vehículo tanto como que no hubiera recibido algún impacto meteórico.
Sputnik I –pesaba 83,6 Kg.– continuó orbitando y emitiendo los “bip” hasta agotar sus baterías tres semanas después del lanzamiento. El 4 de enero de 1958 –tras realizar 1,440 orbitas– fue perdiendo altitud lo que lo llevó a aumentar la fricción con la atmósfera terrestre hasta desintegrarse por completo.
El cohete auxiliar de lanzamiento del Sputnik I quedó en órbita terrestre siendo visible por las noches como un objeto de primera magnitud; es decir: muy destacado en el cielo. Era lo único que –cuál una estrella de color blanco intenso– se desplazaba entre las demás del firmamento que permanecían fijas. El interés general resultó tal que las radios avisaban con tiempo suficiente a qué hora sería visible en cada noche. Por ello se hizo frecuente ver a los vecinos reunirse en las calles aguardando ese instante que los llenaba de asombro y alegría a la vez.
El Sputnik I –en cambio– al ser mucho más pequeño era visible sólo como una estrella de sexta magnitud, por lo que era muy difícil observarlo a ojo desnudo. En algunos lugares aislados, lejos de las ciudades, con cielos muy limpios, hubo quienes consiguieron advertir su paso noche a noche.
Todavía hoy pueden verse réplicas de este primer satélite en algunos museos de Rusia; en la embajada de Rusia en Madrid (España) y en el Smithsonian National Air and Space Museum, de Washington D. C.
Poc omás de 60 años han transcurrido desde aquel hecho fundacional. La aventura cósmica continuó el 3 de noviembre de ese mismo 1957 cuando el Sputnik II encontró su órbita llevando a la perra Laika; el primer ser viviente puesto en el espacio por ésta Humanidad. Al menos el primero oficialmente conocido, puesto que al poco tiempo empezaron las denuncias de que los soviéticos habían hecho otros intentos malogrados que mantuvieron en secreto. El asunto aún hoy no fue dilucidado por completo. Idas y vueltas muy usuales durante lo que se conoció como “la carrera espacial.”
Los Estados Unidos recién pusieron en órbita su primer satélite –el Explorer I– el 31 de enero de 1958. Lanzado a bordo de un cohete Juno I desde el Complejo de Lanzamiento 26 (LC-26) de la estación de la Fuerza Aérea en Cabo Cañaveral (luego conocida como Cabo Kennedy.) Era un cilindro de 203 Cm. de largo y 15,9 Cm. de diámetro. El satélite pesaba apenas 13,97 Kg. y el equipo de investigación 8,3 Kg.
En la actualidad, cuando los E.E. U.U. ya tienen construido el cohete que en un futuro próximo llevará al planeta Marte a cuatro astronautas, recordar aquellos primeros momentos pareciera traer al presente un recuerdo lejano. Que no lo es, pues el tiempo transcurrido es breve. Lo que permite confirmar de cuánto es capaz la especie humana al proponerse alcanzar metas soñadas desde los albores de la Humanidad. En este caso: la conquista del espacio. “El gran reto”, como lo anunciaba la presentación de la serie “Viaje a las estrellas” que tanto nos llevó a fantasear –cosas luego hechas realidad concreta– en los días de nuestra niñez y adolescencia.
“Viaje a las estrellas”, con la nave espacial Enterprise, guiada por el Capitán Kirk encarnado por el actor William Shatner quien, a los 90 años de edad, acaba de hacer un exitoso viaje hasta 90 kilómetros de altitud, afianzando cada vez más lo que ya podemos denominar “turismo espacial.
*Antonio Las Heras - Doctor en Psicología Social. Filósofo y escritor.