El porrazo argentino que anticipó Santiago Cafiero ya está con nosotros. Cristina Kirchner lo confirmó con dos ausencias y una carta. El Gobierno se mostró dividido en la ida y en la vuelta de su mito de la lealtad. Dos veces en diez días, la vice dejó plantado en el atrio al presidente que entronizó. El peronismo que buscaba empoderarlo archivó con un silencio furtivo la idea de que conduzca el PJ.
Y la oposición unida que reclaman los banderazos en las calles también se entregó a las fisuras. Sus dirigentes vacilan en público: ¿correr en auxilio del presidente devaluado es ayudarlo con una muleta institucional? ¿O es donarse incautamente a la interna del oficialismo?
Hay un contexto global que explica esos desasosiegos. Occidente se retuerce en estas horas con dolores de parto. El martes comenzará a saberse si EE.UU. sale del lapsus populista que significó Donald Trump. O si será ése el destino permanente con el que quiere castigar a su democracia. En Europa, el fantasma errante de la peste vuelve a golpear la puerta. Sin paciencia que lo reciba esta vez, las sociedades parecen más proclives a los estallidos violentos que al confinamiento obediente.
Cristina Kirchner entrevió esa escena. Argentina en la crisis económica más profunda de su historia. Un azote sanitario que regresa más furioso. El dólar como indicador anticipado de inflación y pobreza. El mundo desarrollado replegado y encogido en la resolución de sus propios problemas. Y se resignó a dos condiciones, antes inaceptables, para explorar una ayuda urgente del FMI: acuerdo político y ajuste fiscal.
Sin revelar todavía qué cuota de su capital político aportaría en tan onerosos emprendimientos, le encomendó en público ambas tareas al presidente Alberto Fernández.
El ajuste que Cristina está autorizando ya está en marcha. Es otra versión de las conocidas “licuaciones a la nominatividad”. Anclar el gasto público lo que se pueda y dejar que la devaluación en marcha le aporte al sector público su impuesto más redituable: la inflación. Todo a la espera de una ayuda del Fondo.
Como la cotización del dólar se moverá según la presión de la desconfianza, Martín Guzmán ha resuelto enfrentarla obsequiando a los mayores financistas un seguro de cambio. ¿Qué diferencia hay entre la colocación de deuda pública en pesos -con rendimiento de doble dígito más un diferencial por devaluación- y aquel experimento que Alejandro Vanoli ejecutó con el nombre judicializado de “dólar futuro”?
Si la dispensa de Cristina para el ajuste tiene algún sesgo de realismo, el permitido al Gobierno para un acuerdo político parece más mezquino. ¿Estaría ella dispuesta a resignar alguno de sus objetivos personales involucrados en la embestida contra la Justicia?
Aun así no deja de ser novedoso el giro discursivo de Cristina sobre el consenso político. Clausurando a regañadientes el puerto teórico del antagonismo como base categorial del pueblo. Una complicación de diván para Jorge Alemán y sus pacientes.
El problema es que ese lento giro de Cristina puede estar llegando tarde para la inercia que han tomado sus bases. Poco importa si Juan Grabois convenció al Gobierno y al Vaticano sobre su alucinación afiebrada: montar una misión jesuítica en los campos en disputa de la familia Etchevehere. Lo concreto es que expuso una involución de grado en las convicciones del oficialismo.
Hasta el momento, el kirchnerismo se había revelado como una estrategia populista que proponía la redistribución de recursos mediante el manejo faccioso del presupuesto. Pero el nuevo populismo, carente de presupuesto, ahora enfila derecho hacia la confiscación. Los fantasmas del pasado advirtieron esta novedad. Hebe de Bonafini y Sergio Schoklender -artífices de los “sueños compartidos”- fueron los primeros en enojarse con la nouvelle vague. Una jueza entrerriana le bajó el martillo a ambos delirios. Grabois y sus émulos en los terrenos Guernica (o en los campos fiscales y eclesiásticos de la Patagonia) desafían además a la nomenclatura confinada del peronismo. No se proponen recuperar la calle. Se disponen a usurpar terrenos. Yace ahí otro conflicto del oficialismo. Una cisura transversal. Mientras Cristina profundiza la vertical -con el Presidente- en la cima. Desbordados por las dos, Alberto elogió las ideas de Grabois. Dijo que sus hortalizas pueden reverdecer la vitalidad del campo argentino.
Pero la misma doble fractura también acecha a la oposición. La movilización permanente de sus bases es una novedad incómoda para algunos de sus dirigentes. Ese conglomerado de consignas dispersas tiene una representación institucional muy frágil: alguna capacidad de maniobra en el cuórum de Diputados y la barrera teórica de los dos tercios imposibles para Cristina en Senadores.
Elisa Carrió puso a tambalear lo segundo. Y algunas fugas discretas en la votación del Presupuesto 2021 abrieron interrogantes sobre lo primero. Carrió propone darle los dos tercios al candidato del Presidente para la Procuración General, porque no es de Cristina. Para Carrió sería el mal menor. Los senadores opositores descreen de sus motivos.
Mauricio Macri le subió la apuesta republicana: no habrá ningún acuerdo con el Gobierno si éste no desiste de su embate contra el Poder Judicial.
Una condición menos mística que la exaltación de la cruz.