El poder de la tristeza

Que una bella mujer de la nobleza como lady D se viese triste, la convirtió en la protagonista de una suerte de reality show cuya escenografía eran los palacios de Buckingham y Kensington.

El poder de la tristeza
Palacio de Buckingham

El mar de lágrimas que produjo la muerte de Diana Spencer casi hace naufragar uno de los reinados más sólidos de Europa. Hace 23 años, el aprecio de los británicos por la reina Isabel II parecía quedar sepultado bajo la montaña de flores que la gente dejaba en Buckingham. Tony Blair la ayudó a salvarse del naufragio en la ola de dolor que produjo el trágico accidente.

¿Qué tenía Lady Di para despertar el afecto popular? Que toda la presna la creyera una plebeya convertida en princesa, no puede explicarlo. En realidad, había poco de cenicienta en la hija de John VIII, conde de Spencer, y nieta del IV Barón Fermoy.

Aristocrática y rica, la conmoción que provocó su paso por la Casa Windsor no se puede explicar por haber sido una plebeya en la circunspecta realeza británica. Siendo norteamericana y dos veces divorciada, Wallis Simpson fue una verdadera plebeya. Por eso su esposo, Eduardo VIII, tuvo que abdicar el trono en favor de Jorge VI.

Tampoco hubo ninguna acción como princesa que parezca determinante en la explicación del fenómeno Lady Di. Se destacó en la campaña mundial contra las minas antipersonales, pero eso no genera tanta popularidad.

Obviamente, haber muerto joven y en un accidente explica en buena medida la ola de dolor que rebasó las islas británicas. De todos modos, la particularidad de Diana, ese toque que no sólo la convirtió en estrella de las revistas del corazón sino que la hizo llegar al corazón de mucha gente, es diferente a lo que dio notoriedad a otras mujeres de la nobleza.

En materia de sentimiento, a Catalina la Grande la distinguió haber aborrecido a su marido, el pusilánime y miserable Pedro III, hasta el punto de quitarle el trono con un golpe palaciego. A la moralista y hierática reina Victoria la distinguió haber estado locamente enamorada del primo que se casó con ella convirtiéndose en príncipe consorte del Reino Unido: Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha.

En cambio, lo que caracterizó a Diana Spencer fue la tristeza. Una tristeza que el pueblo británico y buena parte del mundo vinculó al desamor de su marido, el príncipe Carlos. No es común que los miembros de la nobleza hagan tan visible sus sentimientos. Mucho menos los miembros de la realeza británica, marcados por el hermetismo emocional que se acentuó durante la era victoriana. Pero la princesa Diana dejó ver una tristeza que todos vinculaban a la relación de su marido con Camilla Parker Bowles. Que una bella mujer de la nobleza se viese triste, la convirtió en la protagonista de una suerte de reality show cuya escenografía eranlos palacios de Buckingham y Kensington.

Por cierto, debido a lo que implican los casamientos arreglados y el peso de vivir posando y simulando, atados a protocolos y bajo la mirada convergente de la sociedad, la tristeza probablemente sea la regla y no la excepción en la nobleza. Pero son muy pocos los casos conocidos. Lo que no es común es la tristeza visibilizada.

En el siglo XVI está el caso de Juana I de Castilla, “la Loca”, hija de Isabel la Católica y Fernando de Aragón. Muchos la vieron deambular en su carruaje con el cadáver embalsamado de su marido, Felipe el Hermoso, y mucho se escribió de su sufrimiento enclaustrada en Tordesillas.

En el siglo XIX, Isabel de Babiera, que quedó en la historia como Sissi, la emperatriz de Austria y reina de Hungría, se sumergió en la angustia con la muerte de una hija de dos años y décadas más tarde sufrió el suicidio de su hijo Rodolfo, el heredero del trono austro-húngaro. Pero hasta ser asesinada por un anarquista, su vida transcurrió invisible a la mirada del pueblo, tras los muros del palacio de Hofburg. En cambio, la tristeza de Diana Spencer ocurría a la vista de todos. Como si los muros del Palacio de Kensington fuesen de cristal.

En el presente está Masako, la esposa del emperador japonés. Pero la razón de su tristeza, cuestión pública desde antes que su esposo Naruhito se sentara en el trono del Crisantemo, es una abrumadora depresión.

Igual que Masako, Lady Di no ocultaba la tristeza. Pero en su caso, al menos en el imaginario popular, ese estado melancólico era producido por el desamor de Carlos y por la frialdad de los padres del príncipe de Gales.

No obstante, la mayor proeza en esta novela la hizo Isabel II, la mujer que logró salvar su reinado de naufragar en la gigantesca ola de angustia que levantó la muerte de Diana en París.

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