El perfil de un ideólogo

Milei tiene una visión unidimensional de la realidad, que se ve teñida de un cariz moralizante. Esta faceta moralista se hace presente en su discurso de manera recurrente. No es cuestión de ideas divergentes acerca de la economía y la política, sino de modelos virtuosos y modelos viciosos, entre los cuales no hay lugar para diálogo o negociación. Es una lucha a todo o nada.

El perfil de un ideólogo
El presidente Javier Milei en el Foro Mundial de Davos. (AP)

Todavía persisten las repercusiones del discurso que el presidente Javier Milei dio en el Foro Económico Mundial de Davos, ante un nutrido grupo de empresarios y representantes del capitalismo global. Era la ocasión ideal para explicar al mundo su propuesta para sacar a la Argentina de la crisis, y de paso seducir inversores. Sin embargo, consecuentemente con su conformación personal, optó por un discurso ideologizado, no por el de un presidente necesitado de recursos.

Desde que apareció en la escena pública, hace unos años, Milei no ha dejado de sorprender por su coherencia, rasgo que hasta sus detractores le reconocen. En tiempos de volatilidad política e intelectual, es algo que lo destaca de los políticos profesionales. Mantenerse firme en sus ideas, más allá de ser destacable o, incluso, recomendable para un político, es algo poco usual en el panorama político actual, acostumbrado a los cambios constantes de opinión y de pertenencia.

Sin embargo, esa firmeza e invariabilidad en sus creencias y principios -no hay que dejarse confundir por el pragmatismo que ha demostrado desde que llegó a la presidencia, necesario para la aplicación de sus políticas pero que no incide en el corazón de su ideario- esconden la mentalidad de un ideólogo, o de un ideologizado. Porque Milei, entre varias cosas más -personaje estrambótico y muchas veces ridículo, economista y conferencista consumado, incluso político a su pesar- es esencialmente un convencido ideólogo liberal, en su variante libertaria. Faceta que predomina cada vez que Milei se enfrenta a los reflectores: en un canal de televisión debatiendo ferozmente contra quien se le ponga enfrente, como en sus comienzos, o frente a lo más selecto del capitalismo mundial en la coqueta Davos.

La ideología y los ideólogos

El concepto de ideología ha despertado innumerables discusiones entre filósofos y teóricos de la política. Cada uno ha aportado su visión particular. En general, las definiciones del término pueden encajarse en dos categorías bastante precisas. Una sostiene que la ideología es un conjunto de ideas, principios y creencias que permiten, explican o justifican una opinión o decisión política. Es decir, es un cuerpo cerrado, coherente y sistemático de concepciones que orientan la acción política o, en general, definen una manera de concebir la realidad; la manera en que un individuo, un movimiento político o una sociedad decide pararse frente a la vida. Esta concepción es valorativamente neutra: la ideología no es buena ni es mala, es una manera de conocer.

Otra noción de ideología, que creemos más adecuada, le otorga al término una carga negativa, peyorativa. Para esa concepción, la ideología responde a un exagerado racionalismo; es una idea, no aquello que se puede aprender o conocer de la realidad. Por eso puede ser muy abstracta y al mismo tiempo extremadamente sencilla y esquemática. Pero, por ser una idea desligada de la realidad misma, tiende a ser falsa.

El ideólogo, de acuerdo con esta segunda concepción, tiene una visión esquemática de la realidad, ya que opera con un recorte racional, de la vida misma. En consecuencia, si algo lo caracteriza es su maniqueísmo -el mundo está dividido entre buenos y malos, exclusivamente- y la tendencia, en política, a concebir soluciones únicas para los problemas. Más aún, es un gran simplificador que tiende a ignorar o menospreciar la complejidad inherente tanto a la actividad política como a las estructuras políticas y sociales, y a simplificar las explicaciones. Lo que lo lleva a plantear recetas mágicas que de inmediato deben provocar los resultados anhelados. Si esto no sucede, siempre es porque alguien, por maldad o ignorancia, ha hecho mal las cosas; pero la receta es indiscutible. ¿Suena conocido? Si escuchamos un discurso de Milei y otro de cualquier político de izquierda -por definición muy ideologizados-, seguro vamos a encontrar este rasgo. Podrán proponer procedimientos divergentes, pero ambos mostrarán confianza absoluta en la simpleza y efectividad de la fórmula. Suficiente, creemos, con esta descripción.

El caso Milei

Si comparamos esta imagen con Milei, tanto el personaje estrafalario, el economista como el político-presidente, nos parece evidente que si hay un sayo que le cabe es el de ideólogo. Milei ha repetido hasta el hartazgo su catálogo de recetas ultraliberales como la panacea para los males argentinos. Fundándolas en argumentos intelectuales -ideológicos- y también recurriendo a una lectura sesgada e interesada de la historia argentina, que lo pone en el lugar de fiel heredero de Juan Bautista Alberdi y los gobiernos liberales de la Generación del 80. También ha planteado cómo esas ideas-recetas encarnan todo lo bueno en política y economía, frente a los enemigos, ejemplos de todo lo malo: las castas y corporaciones y, en el plano de las ideas, cualquier forma de colectivismo. Maniqueísmo y simplismo; visión unidimensional de la política. Además, su discurso suele ser de difícil comprensión, cargado de conceptos económicos que usa a gusto y necesidad en las discusiones. Tendencia a la abstracción, que le resulta útil a la hora de debatir, teniendo en cuenta que para Milei el debate no es un medio para alcanzar un acuerdo mediante el diálogo, sino un enfrentamiento a muerte en el que cualquier arma es buena para derrotar al rival.

Todos estos atributos se hicieron presentes en Davos. El presidente podría haber invitado a las cabezas del capitalismo global a invertir en la Argentina. Podría haberles llorado la miseria provocada por años de desguace populista, para sacarles una lágrima, o mejor, llevar sus manos a la billetera. Optó por dar una clase de libertarismo justamente a aquellos que no necesitan que los convenzan de las bondades del capitalismo. En esto hay que reconocer que Milei se parece mucho a Cristina: sus intervenciones públicas tienden a ser clases magistrales, con independencia del auditorio. Es el político devenido docente y doctor. Es un impulso que no pueden evitar. De nuevo, lo que para muchos es coherencia, autenticidad, es un rasgo de monomanía riesgosa para quien conduce un país.

Milei aprovechó el foro de Davos para indicar a los empresarios, que esperaban sus palabras con expectación, que occidente está en peligro por el avance del colectivismo socialista. Acusó a los políticos de esta rendición a los errores del socialismo, pero no a los empresarios. A éstos, hiperbólicamente, los llamó héroes, benefactores sociales, creadores de riqueza. Incluso les ofreció un reaseguro moral, al indicarles que la ambición que los moviliza no es mala, inmoral, sino que la búsqueda de ganancia mediante la producción de bienes es la manera más virtuosa de contribuir al bienestar general. Lo opuesto son los políticos y sus socios, una casta perversa que sólo busca el poder. Aceptó que algunos tal vez caen en el error inadvertidamente, de buena voluntad, pero la mayoría lo hacen por afán de poder.

Estas afirmaciones no fueron caprichosas ni arbitrarias; como aclaró al comienzo del discurso, la evidencia empírica es incuestionable. Consecuentemente, abonó sus dichos con las habituales estadísticas económicas, las mismas que repite siempre, que por su generalidad son difíciles de constatar. Sobre estos datos económicos, exclusivamente, volvió a sostener de manera discutible que, cuando la Argentina abrazó el modelo de la libertad, en la edad de oro del liberalismo histórico, llegó a ser la primera potencia mundial. En esto fue fiel a uno de sus rasgos típicos: nunca opina, afirma de manera enfática e indiscutible, fundado en datos que maneja a gusto, de manera que quien ose discutir sus aseveraciones pueda ser acusado de ignorante, necio o interesado.

Cabe suponer que estas advertencias, en tono admonitorio, no deben haber caído muy bien en gran parte de sus oyentes. Sobre todo, porque las naciones que estos empresarios representan son las más prósperas del planeta, y en ellas, liberales o socialdemócratas, el Estado tiene un papel protagónico en la vida económica y social. Y estos empresarios, que en muchos casos hacen alegremente negocios con esos Estados, son eficientes generadores de riqueza, propia y ajena. Intentar convencerlos de que el Estado -la política, en suma- es el gran enemigo de la prosperidad y la riqueza, probablemente no haya sido una idea bien recibida.

El ideólogo moralista

Aceptemos que Milei fue a Davos para darse el gusto de dar una clase magistral a un público selecto. Pero esto confirma lo que venimos sosteniendo. Milei tiene una visión unidimensional de la realidad, que se ve teñida de un cariz moralizante. La sociedad se divide entre los que hacen el bien a los demás -produciendo más y mejores bienes al mejor precio, concepción mileísta del bien común-, y los que se empeñan viciosamente en llevar a las sociedades por el mal camino del colectivismo y la justicia social. Estos son todos castas interesadas y perversas. Esta faceta moralista se hace presente en su discurso de manera recurrente. No es cuestión de ideas divergentes acerca de la economía y la política, sino de modelos virtuosos y modelos viciosos, entre los cuales no hay lugar para diálogo o negociación. Es una lucha a todo o nada.

Es este un perfil problemático, que genera una permanente desconfianza hacia Milei. Los atisbos de pragmatismo y cintura política, tanto en la campaña como en la negociación para que la ley ómnibus sea aprobada, son engañosos y temporales. Lo permanente es su personalidad ideologizada, que lo lleva a concebir la realidad política con la racionalidad abstracta de un teórico y el afán moralizador de un cruzado por la causa de la libertad. Ello lo convierte, por definición, en alguien intransigente metido a actuar en un ámbito como la política, en la que la intransigencia es una cualidad como mínimo discutible y poco recomendable. Intransigencia que puede acentuarse cuando sus propuestas encuentran resistencia, sea la oposición parlamentaria o las movilizaciones masivas como la del miércoles.

Pregunta: ¿qué va a hacer Milei si la oposición rechaza sus propuestas? ¿Negociará o se plantará firme en su intransigencia? ¿Y qué sucederá si tiene éxito y sus reformas son aprobadas? Tal vez esta posibilidad sea más preocupante. Hasta hoy, muchos apoyan su gobierno no por convencidos libertarios, sino por creer que las medidas propuestas son las más adecuadas para salir de la crisis. Pero si las reformas son aprobadas y dan inicio a un periodo de crecimiento y prosperidad, ¿quién frenará el fervor ultrarreformista de un ideólogo moralista?

* El autor es profesor universitario de Historia de las Ideas Políticas.

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