Se sabe que los años de una vida se dividen en mundiales. Las “eras” están demarcadas por los Francia 98, México 86, y demás; de tal forma que ante la consulta “¿cuándo te recibiste?”, por ejemplo, te valés de esos mojones de la memoria para caer en la cuenta de que el título asomó días después de la insólita eliminación de los once de Bielsa en 2002 (sí, la de la caminata cansina de la Bruja a minutos del pitazo final).
Pero en las diferentes líneas de tiempo personales hay otras demarcaciones más contundentes aún, comunes a todos los argentinos. Hitos tremendamente inolvidables, en el sentido literal del calificativo. Esas marcas son, lo que podríamos llamar, los años de mierda.
Yo nací en uno: 1976. El inicio de la dictadura más sangrienta es una cicatriz en nuestra historia, quién lo duda, que cada tanto se abre... y hasta se infecta.
Otro año de esos que duelen es 1982. Esa cruz en el almanaque la viví, en primer grado, como una radio a transistores que escuchaba mi maestra en los recreos. Es acercarnos a preguntar si íbamos ganando. Es no poder recordar si aquella seño de la Juan Gregorio estaba escuchando los partes de la guerra o los partidos del mundial 82. Triste.
Un presidente de facto que jugaba con la plaza de Mayo; combatientes de 18 años que cayeron en Isla Soledad; y luego, los que sobrevivieron entonces, se hundieron en las penumbras de la otra soledad. La de los traumas, la de la falta de respeto, la de haberse tuteado con lo peor de la humanidad.
Hubo más años de mierda, incomparables con estos que te mencioné, pero de esos que a ninguno de nosotros nos sonarán extraños. 1985 fue darnos cuenta de que en Mendoza ni siquiera la tierra es firme. Grietas de adobe en una provincia que fue siempre más pobre y quebradiza de lo que muchos creen.
La híper de 1989 son, en mi memoria, papelitos con precios pegados arriba del otro y del otro, y del otro, en las revistas de historietas que quería. Es saqueo en la tele y saqueo de ilusiones en las familias que la miraban.
¿Más años tristemente célebres? Obvio que 2001, y los 5 presidentes, y el helicóptero y otra vez, como país, darnos con la jeta en el piso.
Y en esta categoría, sin dudas, entra este tenebroso 2020, cuya banda de sonido fue un meme de ghaneses bailando en un funeral. La gente que vivió en carne propia las guerras largas asegura que lo peor es cuando ya las bombas, las cifras de muertos, la destrucción se vive con naturalidad y negación. ¿Cuántos fallecidos se llevó este veinte veinte? Cifras en la nebulosa que no reflejan ni a palos lo que sufrió aquel que ni siquiera tuvo el alivio de despedir a los suyos, ni durante la internación ni en el entierro. El silencio es la peor de las muertes.
¿Le ponemos optimismo a esta columna? Vale la pena algo de “mirada positiva” aun a riesgo de sonar más bien ingenuo. Allí vamos: los movimientos sociales se manifiestan de forma misteriosa, pero a la larga nos dejan en lugares algo mejores. La dictadura de 76-83 fue la última. No hubo más guerras en este país. La economía siempre fue nuestro cáncer, pero ojalá las experiencias 89, 2001 nos hayan dado lecciones de cómo pararnos frente a ciertas “soluciones” cortoplacistas que terminan como terminan. En ese sentido, ojalá aprendamos de este larguísimo 2020 que solo la solidaridad salva vidas.
Inolvidables a pesar de que queramos olvidarlos. Eso es lo malo, pero también lo bueno, de los años de mierda.
Feliz año nuevo. Y ojalá 2021 seas uno más, de esos que a la larga solo se recuerdan con la ayuda de su mundial más cercano.