1. Un amigo me escribió para retarme… y con razón. “Para vos todo es urgente. Y urgente… es solo lo urgente”. Cuando revisé los mails que nos habíamos cruzado por un trabajo pendiente, en gran parte de ellos se repetía esa filosa palabra. De esa anécdota me acordaba cuando leí el artículo de Adam Grant, del The New York Times, “Tu correo electrónico no es mi urgencia”. Allí el columnista se sorprende de cómo la gente casi siempre le pedía disculpas por la demora en contestar sus correos. Aun cuando hubiese sido devuelto en la misma mañana. Como que estamos chipeados para creer que si alguien nos manda un mail… debemos abalanzarnos sobre el teclado para dar una pronta respuesta. Incluso, sin que se explicite esa necesidad.
Grant comenta que las investigadoras Laura Giurge y Vanessa Bohns demostraron la existencia de un sesgo de urgencia del correo electrónico. “Cuando la gente los recibía fuera del horario laboral, pensaba que los remitentes esperaban contestaciones más rápidas de lo que en realidad esperaban. Cuanto más creían los destinatarios que tenían que responder con rapidez, más estresados se sentían, y más tendían a tener que lidiar con la conciliación de la vida laboral y familiar”. Podés recordar fácilmente aquellas veces que te pusiste con un mail de laburo a las 23.30, mientras tu pareja le ponía pausa a la miniserie de Netflix…
Este estrés se mitiga, según las investigadoras, cuando los remitentes daban el simple paso de transmitir las expectativas. Basta con un “No es urgente, así que revísalo cuando puedas” para aliviar la presión. O como dijo mi amigo, “urgente es solo lo urgente”; un plan de crecimiento para la próxima reunión de gerentes puede esperar hasta el otro día y no arruinar la cena familiar.
La pandemia y el trabajo remoto fueron aliados en esta sensación de que estamos en falta si no respondemos aceleradamente. Y nos olvidamos de algo muy importante; más allá de evitar la ansiedad, seguramente nuestro interlocutor prefiere que antes que rapidísimo, le contestemos a conciencia. Dándonos el tiempo.
Siento que esto del estrés se ha multiplicado con la extensión del uso de whatsapp para trabajar. Cada mensaje de estos, y ya no solo los laborales, llevan tatuado el mandato de reaccionar con celeridad, sumado a toda esa parafernalia de sometimiento que son los “check”, “doble check”, y “doble check azul” del demonio. Incluso hay parientes que se preocupan si pasan varias horas sin que le contesten un “Hola!! Cómo andannnn”. Todo al borde del 911.
2. El periodista Ezra Klein, también del New York Times, narró en una columna por qué dio de baja su cuenta de Gmail. El buen hombre dice que la búsqueda de monetización permanente de las redes, la preponderancia de los algoritmos por encima de los grupos humanos, y la publicidad invasiva han destruido internet. Pero que además, el mundo digital se ha convertido en un closet de cachivaches. Un “placard de la vergüenza”. Es decir, reunimos parva de mails, mensajes, fotos, todos desordenados en diferentes plataformas; tal como luce la piecita del fondo donde juntan polvo, atiborrados, la bicicleta fija, el tele a tubo, y la vieja tabla de planchar. Que él no quiere tener más gigas y gigas de e-mails viejos, miles de mensajes por leer, o para peor, cargar con la siempre pendiente tarea de archivar infinidad de datos que no nos hacen felices. Dio de baja la cuenta de gmail y se suscribió a la menos demandante Hey, que opera con la premisa de que solo las personas cuyos correos electrónicos se quieren recibir pueden enviarlos. Tampoco es perfecto, pero sí ordena la cabeza y quita presión, según el autor.
En ese sentido, el periodista y filósofo Tomás Balmaceda difundió en sus redes sociales una peculiar decisión: la de abandonar esa costumbre de ir a eventos, lugares turísticos y hasta a restaurantes con la vocación de sacarles fotos a los platos, traerse mil imágenes en el carrete de ese paisaje sobrecogedor, o “perderse” un gran concierto en vivo, mirándolo en la pantallita de 8 pulgadas del celular, con el vacío fin de hacer un video que luego rara vez revisamos. “Tenemos que abandonar esta vocación de documentarlo todo para empezar a presenciar”, sostiene. Documentar es una tarea, entregarse a la mera contemplación en vivo, es un placer.
Pelear contra la estupidez de que siempre, delante de los primeros pasos de nuestra hija, del momento en que se recibe nuestro amigo, o la vez que podemos llegar a ver a los Stones, lo que tenemos frente es nuestro celular y no la mirada directa del otro. Aunque costó, de a poco estamos cayendo en la cuenta que está bueno, muy bueno, respirar la vida sin que tenga un vidrio frío de por medio.