En 1919, tanto en Mendoza como el país se sentían todavía los efectos de la crisis económica generada por la Primera Guerra Mundial, a lo que se sumaban los problemas generados por la epidemia de “gripe española”. Fue también el año de las primeras huelgas de maestras, duramente reprimidas por el gobierno del radical José Néstor Lencinas, que a pesar de su retórica populista negaba a las trabajadoras el derecho a organizarse y protestar. Estas no hacían otra cosa que reclamar por sus sueldos (cuyo pago venía atrasado desde 1916) y por las dificultades de subsistencia, que se agravaban por los aumentos de precios de productos básicos como la carne, la leche y el pan e igualmente la leña, utilizada tanto para cocinar como para calefaccionarse.
En ese marco, a los legisladores oficialistas se les ocurrió crear por ley una “Junta de subsistencia” que vigilaría los precios de los productos y castigaría a quienes especulasen a costa de los consumidores.
El siguiente es un fragmento del comentario de Los Andes sobre la propuesta:
“(...) Legos de toda ciencia económica y financiera, diríase a puro esfuerzo reparador, algunos representantes de la mayoría oficialista de la cámara hánse propuesto resolver sencillamente el magno problema de la carestía de los artículos de primera necesidad. A juicio de esa mayoría, que como el oficial del cuento, entiende “un poco de todo y mucho de nada”, el problema de la carestía se resuelve ‘decretando’ la baratura. Se ha redactado, a esos efectos, un proyecto de ley que, después de virtualizarse pasando por las manos de los ministros del P.E. será sancionado por la Legislatura. El proyecto en cuestión crea una junta de subsistencias, la cual tendrá a su cargo realizar la tarea de fijar ‘un precio determinado’ a los artículos de primera necesidad. Cuando a la junta se le ocurra que tales o cuales comerciantes están engordando a costa del prójimo, decretará una interdicción contra sus artículos, fijándoles un ‘precio máximo’. Si con la fijación de un precio arbitrario, que no sea el resultado natural y lógico del juego de la oferta y la demanda, el comerciante pierde y se perjudica, no importa. El radicalismo, con fines electorales, ha ‘decretado’ la baratura, y ella debe realizarse en cualquier forma, menos, claro está, rebajando los impuestos fiscales y municipales que encarecen el costo de la vida, ni mucho menos disminuyendo los gastos que se hacen dentro y fuera de los presupuestos. La junta de subsistencias no llegará, desde luego, a funcionar, toda vez que la iniciativa no es sino un gesto radical con vistas al electorado: no otra cosa sucede ni es otro el significado de esa serie interminable de proyectos que se presentan a las cámaras en cada sesión, los cuales están destinados a dormir en las carpetas por falta de recursos con que llevarlos a la práctica (…).
El radicalismo viene a ser así (…) una farsa como cualquiera otra, pero no inocente como las que se traman para el teatro, antes bien, muy peligrosa, puesto que por capricho o por ignorancia, pretende resolver las cosas con prescindencia de las leyes que las rigen.
En el orden institucional y político, ya estamos palpando los efectos del sistema; a su debido tiempo se advertirá el fruto que él rinda en el campo de las actividades económicas. Por lo pronto, recordaremos que el gobierno de la revolución francesa, que era un poder bien intencionado, ‘decretó’ la baratura de los alimentos y el resultado fue la super carestía y el hambre… Pero la historia nada significa para el radicalismo; por el contrario, ella y sus enseñanzas forman parte de ese pasado oprobioso que se trata de abolir definitivamente”. (Los Andes, 29/08/1919).
Cabe advertir que la medida no solucionó el problema de los precios y que -cinco años después, bajo el segundo gobierno lencinista-, el desmanejo fiscal (provocado por la emisión irregular de moneda provincial, las famosas “letras de tesorería”, que se lanzaron como medio para financiar el gasto público) agravó de tal modo la situación que se sintió el desabastecimiento. Aunque la labor de la Junta resultaba inoperante, se seguían fijando y publicando en los mercados municipales listas de precios que no se respetaban en la práctica, reeditando los comerciantes el viejo adagio de los funcionarios coloniales hispanos para con las órdenes de rey que eran de imposible concreción: “se acata, pero no se cumple”.
La crisis se llevó puesto al gobierno, siendo Carlos W. Lencinas desplazado por una intervención federal en octubre de 1924.
Cien años después, nuestros gobernantes se empecinan en impulsar recetas fallidas. Como siempre, la historia tiene algo para enseñarnos y la realidad argentina no deja de sorprender en cuanto a la incapacidad de la dirigencia política para aprender de ella.
*El autor es historiador.