La pandemia nos puso por delante un gran espejo. Se ve todo. Pocos disfraces quedan para esconder las bajezas.
El poder, ese cenit al que buscan acceder a cualquier precio tantos fanáticos del mando, ya no queda tan lejos o, al menos, ya no detenta tanto poderío.
Cada vez se torna más innecesaria la presencia y gestión de intermediarios.
Los cuentos del tío, de la bruja, de los cucos, del infierno, todo queda reducido a cenizas en medio de este zarpazo global.
La tierra, al fin, se sacudió tanta prepotencia de encima y nos hizo perder el equilibrio.
Aquellos estandartes que flameaban en lo alto y que precipitaban enfrentamientos de dudosa necesidad y procedencia, no representan más a nadie o, tal vez, sólo a unos pocos.
Los subordinados levantaron la cabeza y vieron las partes desnudas de sus soberanos. Les vieron los pliegues de la piel. Las arterias. Los huesos.
La soberanía y la territorialidad hicieron más difusas sus fronteras.
Nos dimos cuenta de que todos, sin importar raza, estirpe o religión, habitamos un mismo y único gran ambiente pero del que casi nadie quiere abonar ni una expensa. A expensas de todos, claro.
Se busca echar las culpas en jardines ajenos, es que ya no se puede esconder la miseria debajo de la propia alfombra.
Todo queda expuesto.
Más en esta infinita vidriera tecnológica en la que nos metimos a la fuerza.
Somos seres digitales y pandemónicos.
Los demonios nos pusieron a bailar y se escaparon espantados de nuestros cuerpos.
El miedo encontró las puertas abiertas y se instaló a sus anchas.
Casa tomada.
El otro es un enemigo. Trae la peste, pero lava las culpas. Es el barquero ideal para adosarle cualquier exceso: lo indeseado, lo inconfesable, el horror no asumido.
El otro es un depósito ambulante donde se pueden apilar las miserias propias.
Que se lo lleve Caronte, en su barca de desechos.
Las aguas se agitaron.
El olvido se mezcló con la obsesión.
La rabia, con el desasosiego.
No hay orillas a la vista.
La marea de la incontinencia actoral humana se llevó puestos todos los muelles.
Flotamos en un río oscuro de incertidumbre y necedad.
El Arca, esa premonición de catástrofe, vuelve a estar en vigencia.
Es una utopía esperanzadora en medio de esta tempestad planetaria.
Somos seres falibles pero no reconocemos la falla tectónica que se abre bajo nuestros pies.
Grieta, la llamamos.
Reducirla a una ruptura de creencias y afiliaciones nos trae cierto alivio.
Cierta paz.
Pero el reflejo de esa herida en el espejo es otra cosa. Grotesca.
A años luz de cualquier certificado de pertenencia y carnet de afiliación.
Fiel a lo que, la impredecible rotación de un mundo que pretendía girar sobre sí mismo por toda la eternidad, puso en evidencia.
Eso que llamamos grieta no es una grieta, es la exhalación de un grito.
Es una boca inmensa que se expresa desde el fondo del abismo.
Es el clamor profundo de eones de injusticias.
La pandemia es la mano que sostiene el espejo.
*La autora es escritora.