El Gobierno frente al final de dos imposturas

Con respecto al arreglo con el FMI, Cristina opuso una resistencia especulativa sólo cuando tuvo certeza de su mero efecto testimonial.

El Gobierno frente al final de dos imposturas
Con respecto al arreglo con el FMI, Cristina opuso una resistencia especulativa sólo cuando tuvo certeza de su mero efecto testimonial.

La aprobación definitiva del acuerdo con el FMI puso al país de cara a su realidad. Sancionó el fin de dos imposturas que aún se sacuden con estertores agónicos. La del presidente Alberto Fernández: hacer “como que gobierna” sin haber aceptado el módico plan que le impuso el Fondo. La de Cristina Kirchner: hacer “como que se opone” a esa decisión. La de mayor intensidad estratégica de todas las que tomó el gobierno de los dos.

Los sectores más inflexibles del kirchnerismo desearían que Alberto Fernández termine de fragilizarse declarando la guerra a todos sus opositores con el pretexto de combatir la inflación. La Casa Rosada, que se vio obligada a suplicar ayuda opositora para no caer en default, espera que Cristina Kirchner deje de canibalizar al gobierno que impuso, pero desprecia. Y que parta con sus cómodos cajeros del gabinete a comer pasto duro en el llano.

El acuerdo con el FMI era imprescindible pero insuficiente. Si cabía alguna duda por la modestia de sus objetivos internos para Argentina, el vocero Gerry Rice le añadió una obviedad: ahora también por los condicionantes externos. La guerra ya tiene efectos inmediatos: más inflación por la valorización de los alimentos y la energía. Y un freno recesivo a la recuperación posterior a la pandemia, huida de capitales hacia las monedas más fuertes y aumento de las tasas de interés de referencia global.

Alberto Fernández busca endosarle al contexto externo su incapacidad para atacar la inflación con un plan que nunca quiso tener. Y que ahora tampoco admite que negoció con el Fondo.

Es un programa básico, que implica reducir el gasto público y la emisión monetaria sin respaldo. Fernández se niega a asumirlo. Esa negación le estalla en el frente interno. Anuncia una guerra y su mariscal de campo, Martín Guzmán, le acerca un mapa obvio: el acuerdo con el Fondo.

Los movimientos sociales, que se observan a sí mismos como los primeros destinatarios del ajuste, salieron a marcar la cancha con un desplazamiento táctico: todas sus vertientes se han endurecido. Las más afines al Gobierno, porque son hostigadas por el kirchnerismo duro. Y éstas, a su vez, para no dejarle un flanco descubierto a la izquierda tradicional.

Ese desplazamiento que Cristina Kirchner intentó traducir en lenguaje conspirativo (cuando las piedras que antes aprobaba contra el macrismo rompieron esta vez los vidrios de su despacho) preanuncia otros movimientos similares: los que se avecinan en el frente sindical y las paritarias.

En todos los casos, Alberto Fernández busca posponer la discusión sobre el gasto. En esa dilación abrevan otras disputas internas. Roberto Feletti aprovecha para defenderse con la apuesta a un nuevo fracaso: pasar de los inocuos controles de precios a la más imaginaria ley de abastecimiento. A Julián Domínguez le encomiendan estabilizar el precio del trigo y disuadir al campo en alerta, pero termina aplicando más retenciones. Ahora con castigo al valor agregado.

En el área de Energía, el kirchnerismo alineó a sus alfiles para que le disparen a Martín Guzmán. Los funcionarios que deberían estar planeando la rebaja de subsidios le reclamaron por carta abierta que el Banco Central habilite de urgencia reservas para otra gigantesca importación de energía, bajo amenaza de congelamientos masivos en invierno por la escasez de gas.

El secretario de Energía, Darío Martínez, levantó y enrolló esa bandera en cuestión de horas. Pero la señal de combate fue dada. Martínez venía haciendo equilibrio entre Guzmán y la segunda línea que el ministro quiso echar y no pudo, el subsecretario Federico Basualdo Richards y el titular del Enargas, Federico Bernal.

Hay otros ámbitos del Gobierno adonde los soldados del Presidente se boicotean solos. El exjefe de Gabinete, Santiago Cafiero, desterrado en la Cancillería en un momento clave para el mundo, demostró que su aptitud para el cargo padece de un problema mayor que el manejo de idiomas. No distingue un papelón.

El Banco Central es también otra caldera. En la Casa Rosada observan que Miguel Pesce ha inaugurado, a instancias de funcionarios de segundo rango del Ejecutivo vinculados a la regulación de importaciones, una oficina informal de atención de urgencias para administrar la escasez de reservas. Es una novedad que está adoptando ribetes insólitos: la autoridad monetaria termina laudando de manera casuística si corresponde asignar dólares para la importación de remedios oncológicos.

Las desgracias de la guerra interna también impactan en Cristina Kirchner. Delegó en el Presidente el acuerdo con el Fondo. Opuso una resistencia especulativa, sólo cuando tuvo certeza de su mero efecto testimonial. Y siempre priorizó su agenda judicial. Pero su estrategia tuvo un traspié severo cuando la Corte Suprema de Justicia cortó de un tajo la rosca que usufructuaba en el Consejo de la Magistratura.

La fractura parlamentaria que la vicepresidenta impuso para impostar distancia del acuerdo con el Fondo tiene un efecto colateral: la debilitó también en cualquier maniobra legislativa para gestionar impunidad. Hasta sus asesores más cercanos se preguntan si el orden de prioridades no era al revés. Encaminar primero el acuerdo económico, para tener margen político para una amnistía. Bien que el desorden de los factores suele alterar el producto.

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