El Estatuto del docente provincial

El Estatuto cumplió 66 años y su legitimidad permanece intacta en el cuerpo docente, a pesar de las suspensiones y constantes transgresiones que ha sufrido y sigue sufriendo.

El Estatuto del docente provincial
Estatuto docente

El viernes 12 de setiembre de 1958 el diario Los Andes anunciaba la sanción del Estatuto del Docente de la provincia de Mendoza. El proyecto tuvo tratamiento “express” en las Cámaras. Entró por Senadores el día 4, se trabajó en comisión y fue remitido a Diputados el 10, que dispuso discutirlo sobre tablas para que quedara sancionado el 11. La iniciativa del gobierno provincial se ponía a tono con la del gobierno nacional que, en los mismos días, sancionaba el Estatuto nacional. La UCRI, que sorpresivamente había ganado las elecciones en febrero con “voto prestado” gobernaba la nación y la provincia desde mayo, se sabía desafiada a consolidar sus apoyos en el mundo del trabajo. Aspiraba a diferenciarse de las iniciativas del peronismo -receladas de demagógicas y autoritarias- y de las que luego había ensayado “la libertadora” que, a la sazón, lucían opacas para construir una nueva mayoría. Algo de esto se puede sospechar leyendo el diario de aquellos días en que el flamante gobierno derogaba el Estatuto del empleado público sancionado por decreto en 1957. La medida suscitaba rispideces y ahondaba la grieta entre la UCRI y la UCRP, actores rutilantes de la coyuntura.

No obstante, esa intención de regular la profesión, consolidar la estructura de la carrera docente, jerarquizarla y autonomizarla de los intentos de control y manipulación de los gobiernos de turno era una aspiración que había movilizado al gremio desde hacía varias décadas. Asimismo, diseñar un régimen salarial y previsional que resguardara a la profesión de las penurias económicas sistemáticas y recurrentes, pese a la sacralización con que el discurso político había cortejado a los y las docentes a lo largo del siglo. Lúcida y adelantada, la brillante pedagoga Florencia Fossatti, ya en 1917, manifestaba desde su cargo de Inspectora de escuelas, preocupación ante la arbitrariedad de las designaciones docentes. Luego profundizaría su prédica cuando lideró la huelga de 1919 que puso en vilo al gobierno de Lencinas. El conflicto escaló desde el reclamo por salarios atrasados hasta en enfrentamiento abierto con las autoridades, que intentaron frenar la protesta con represión y cesantías. La demanda por una ley integral de educación que garantizara estabilidad, respeto al escalafón y una jubilación digna, constituyó una bandera del primer sindicato docente - Maestros Unidos- nacido al calor de esa protesta.

La reivindicación no prosperaría en el período de entreguerras. Existían normas fragmentarias que finalmente nunca se cumplían. En parte, como efecto innegable del retroceso social que sobrevino con el impacto de la crisis mundial. Tal vez, porque fenómenos nuevos estaban transformando el universo cultural. Al respecto, convendría interrogarse acerca de cuánto estaba influyendo en la representación profesional de un gremio altamente feminizado la nueva y creciente cultura de masas. El cine y la radio cambiaron los consumos culturales, articularon nuevos modelos sociales y comenzaron a redefinir los roles de género. Por decirlo simple, es probable que maestras y maestros de los años ‘40 y ‘50 estuvieran en trance de redefinir su rol y pensando sobre cuán distante lo querían de aquel, que la sociedad de principios de siglo les había asignado a través del normalismo.

Más allá de esta conjetura, corresponde recordar que el peronismo ensayó una regulación a través de dos decretos: el Estatuto de los docentes privados en 1947 y luego en1954, el Estatuto del docente argentino del General Perón, que ponía los primeros ladrillos de la estabilidad, la protección y la regulación de la carrera, sin esconder -para nada- la vocación por controlar un campo que consideraba estratégico a los fines ideológicos de la “revolución”. La cual -para su desazón- no contaba con apoyo docente. La norma peronista no lograría concitar las adhesiones de un gremio esquivo. Luego de la caída del gobierno, la expectativa sobre una norma que diera estabilidad, autonomía profesional y participación protagónica a las asociaciones docentes en la regulación del ingreso, los concursos de ascenso y el régimen disciplinar, seguía pendiente.

Un testimonio relativamente reciente de una maestra nos pone en contexto: “Egresamos a fines de los 50 con nuestro flamante título de “Maestra Normal Nacional”. ¡Ah, el mundo era nuestro! Nos habían hecho creer durante cinco años que, así como en el Génesis Dios había soplado en Adán la vida, nos había soplado a nosotros la vocación y que, además, lo nuestro no era una profesión, era un apostolado. Pronto nos dimos cuenta de que, para ejercer esa “vocación” y ese “apostolado” había que conocer a alguien influyente: un político, un militar, el párroco o cualquiera que sirviera de “cuña” para poder ingresar a la docencia”.[1] El testimonio, sugestivo desde varias perspectivas, es elocuente sobre la manera en que parecía resquebrajarse el imaginario normalista de la docencia. Esa representación que había imbuido a maestras y maestros de la misión de convertirse en agentes de nacionalización y cultura de las nuevas generaciones y que, hasta entonces, habían reproducido con disciplina y convicción, sucumbía al azote humillante de la carencia de una ley que reglara el ingreso y la estabilidad laboral. En la década del ‘50, las iniciativas y los proyectos en torno a un estatuto constituyeron tema prioritario en la agenda de gremios y asociaciones nacionales y provinciales.

La sanción del Estatuto provincial que -como dijimos- marchó en forma simultánea con la del Estatuto nacional, estuvo precedida de la promesa del gobierno nacional de asistir a las provincias en la equiparación de los sueldos de docentes de diferentes jurisdicciones, con el objetivo de subsanar ingratas inequidades. En 1958, el nivel primario todavía estaba integrado por escuelas nacionales que convivían con las escuelas provinciales. La medida fue recibida con beneplácito, pero en tanto que su efectivización se demoraba, el magisterio mendocino renovó las alertas. Convocado el Congreso provincial del Magisterio -principal órgano de participación y movilización gremial por entonces- llamó a una huelga por 10 días desde el 18 de agosto, amenazando con extenderla por tiempo indeterminado si el gobierno seguía demorando la sanción del estatuto y la actualización salarial. Un Comité de huelga, integrado por delegados de escuelas se encargaría de pulsar el ritmo de la protesta y negociar con el gobierno. La activa Asociación de maestros jubilados fortaleció la demanda e inclinó la balanza para que el proyecto incluyera la fórmula propuesta por el Congreso. Imposible dar cuenta aquí de los más de 40 capítulos de la norma sancionada que regulan los deberes, derechos y garantías docentes, y establece procedimientos para el ingreso, la estabilidad y el ascenso, el escalafón, el decisivo protagonismo docente en los órganos de gobierno y disciplina del sistema escolar, el régimen de licencias, traslados y perfeccionamiento, la libre agremiación, los derechos jubilatorios y los índices salariales, por hacer una síntesis apretada de sus aspectos vertebrales.

El Estatuto cumplió 66 años y su legitimidad permanece intacta en el cuerpo docente, a pesar de las suspensiones y constantes transgresiones que ha sufrido y sigue sufriendo. En 1984, con ocasión de su restitución después de la suspensión dictatorial, resultó ratificado y ampliado. Su arraigada validez no es casual. Sus sedimentos acreditan que fue un proyecto que surgió desde la base y escaló hasta convertirse en norma legal. Sin duda, una norma susceptible de ser repensada para los nuevos tiempos, pero que acredita una referencia democrática y una eficacia republicana incontrastable.

[1] Entrevista a Susana Vera por Silvia Merino y Javier Bauza, en revista La Marea, Notas, Junio 2022.

https://revistalamarea.com.ar/categoria/notas/page/3/

* La autora es historiadora en la UNCuyo.

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