Cuando empezó el encierro declarado la pandemia, arrancó la incertidumbre. Esa emoción delimitada por ideas neuróticas, obsesivas y, por qué no, paranoicas.
Esas ideas se hicieron carne de la sociedad. Recordamos nuestras clases de biología para dar un orden a ese virus, que parece un inmortal adueñándose de nuestras células tal cual un microscópico zombi de nuestra salud. Se tapó el rostro y ese acto delictivo o de señal de enfermedad fue una señal de normalidad. Emponchados con estos ropajes de película de catástrofe intentamos dar paso a una nueva normalidad.
Empezamos a esperar al panadero con su “salga señora… pan casero como lo hacía la abuela…” para hacernos del pan diario.
Hasta ahí, más o menos bien, aunque en nuestra cotidianeidad los miedos mordían sin cesar la realidad del paciente y el terapeuta, pero una tecnología de los 60 pensada para mantener la comunicación a pesar de una guerra nuclear sirvió de puente, se dio oficialmente paso a la educación y la atención on line, es cierto, que lejos de estar democratizada este canal de información sirvió para que la psicoterapia mantuviera la salud mental de las personas.
El Espectáculo continuo, las luces se encendieron, y como nunca desde el corazón de cada hogar volvió a fluir la esperanza, a construir pensamientos y emociones adaptables a los tiempos que corrían, esperando la normalidad anterior conocida.
Este moldear conductas, este nuevo aprendizaje de labor aún espera de los que median los pagos, obras sociales, prepagas, colegios profesionales.
Quiero brindar mi homenaje por todas y todos los colegas que cayeron en la asfixia del Covid.
*El autor de la columna es el licenciado y magíster en Psicología, Mario Lamagrande. Es presidente de la lista Psi para el Consejo Asesor del Colegio de Psicólogos de Mendoza.