El Diego y nosotros tal como somos

Líder supremo en la cancha, víctima de sí mismo fuera de ella, el arte de Diego Armando Maradona -ese Picasso del fútbol- conmocionó al mundo. Lo amamos y lo odiamos por lo que veíamos en él de nosotros mismos: el talento que creemos tener y las taras que nos impiden ejercerlo.

El Diego y nosotros tal como somos
Imagen ilustrativa / Archivo.

El arte es la conexión cultural del hombre con la eternidad, su deseo de trascender dejando lo más valioso de su espíritu en el espíritu de los demás hombres. A veces los mejores artistas no son tan buenas personas y las mejores obras costaron sangre y dolor. Pero al fin lo que queda es lo trascendente y a lo demás se lo lleva el viento. La grandeza siempre le gana a la miseria en el terreno del arte.

Dentro y fuera de la cancha

Maradona es lo que es por su arte, un talento tan superior que no parece de este mundo, como el de todos los grandes artistas. El Diego, en la cancha, fue uno de los máximos gestores de la alegría, entendida ésta como el sustituto humano de la felicidad, porque la felicidad es algo inalcanzable para los humanos, salvo como aspiración. La alegría en cambio se puede tocar, existe y Maradona con su genio la llevó a niveles absolutos.

Líder supremo en la cancha, víctima de sí mismo fuera de ella, el arte de este Picasso del fútbol conmocionó al mundo.

Pero también hay cosas del Maradona fuera de la cancha que importan: en particular que por origen, por personalidad, por destino, por historia, y por un sinfín de cosas más, el argentino universalmente más conocido de todos, era también la expresión más acabada del espíritu del país donde nació. Con lo bueno y con lo malo de su identidad. Solo en ese sentido importa el Maradona fuera de la cancha, no por sus yerros y tonterías, no por lo que solo le concierne a él y a los suyos, no por lo que tiene de común con el resto de los mortales. Sino por su identificación con su país, casi como un destino no elegido aunque plenamente aceptado cuando lo tuvo y con el que debió cargar aunque él creyera estar gozándolo.

Día a día, luego de su etapa de gloria, esa identificación plena con su país, lo fue minando en su persona. En Maradona la metáfora se apoderó totalmente de su cuerpo y alma. Devino la expresión culminante de la Argentina de su tiempo. Por un lado nos recordó las virtudes del ser nacional argentino, su creatividad, su esfuerzo, su talento, su alegría, cosas con lo que alguna vez quisimos ser grandes. Pero todo acompañado por esa decadencia tan argentina que vino antes de que tuviéramos apogeo alguno. Y de la cual Maradona, como representante cabal de la argentinidad, no pudo sustraerse. Lo amamos y lo odiamos por lo que veíamos en él de nosotros. El talento que creemos tener, y las taras que nos impiden ejercerlo. Esa tendencia a los extremos que nos aleja de los mortales comunes para dejarnos siempre a las puertas del cielo o del infierno, nunca en paz en la tierra. Diego fue la síntesis perfecta (por lo tanto sumamente imperfecta) de todos nosotros.

El Sur también existe

En 1983 nació una nueva democracia que aún pervive y de la cual Maradona fue protagonista esencial. Nació, creció y decayó con ella como si no se supiera si Maradona siguió a la Argentina o la Argentina siguió a Maradona, porque fueron vidas paralelas en su similitud.

Con genio y picardía ganó un mundial perfecto, sin sospecha alguna y con merecimiento absoluto, en el mejor momento de la democracia. Cuatro años después, cuando empieza la primera crisis grave de la democracia al Diego le tocó poner en escena otro gran símbolo histórico de los argentinos, ya no el de la guerra contra Inglaterra, sino la batalla del sur contra el Norte. Aliados, los argentinos, los napolitanos y Maradona le ganaron al resto de Italia, y luego lo intentaron con Alemania, dando todo lo que podían de lo poco que les quedaba luego de las tan duras batallas anteriores. Lo llamaban el equipo de los “pensionati”, envejecidos prematuramente pero dando hasta lo que no tenían en esa odisea donde Maradona fue como el Cid Campeador en su última batalla, no muerto pero sí malherido. Nunca como en ese entonces nos representó tanto, nunca fue tan pero tan argentino, incluso más que en el 86. Expresando los deseos de esos iniciales años libres y llenos de esperanza, pero también prefigurando los dolores del país que venía. Gloria y ocaso aunados. Luego casi todo fue decadencia. Cayó y cayó pero se levantó infinidad de veces, claro que cada vez un poquito menos.

Papá Fidel

En Cuba encontró la complicidad y su destino político final; allá el simulacro fue total, los castristas simulaban que lo curaban, y él simulaba que se curaba. Mientras tanto en la tierra de la revolución vivía una vida de millonario, algo que tanto tenía que ver con la nueva Argentina peronista que se estaba construyendo. La de unos pobretones que a través de la política se hacían millonarios por hacer y para hacer la revolución imaginaria. Maradona, a pesar de que la plata se la ganó por sus méritos, no obstante terminó siendo el profeta rebelde de esa causa tan argentina, peronista y kirchnerista al palo. Y bolivariana. Allí estuvo hasta en la estatización del futbol para todos, poniendo la cara al lado de Grondona y del poder político que lo usaba sin miramientos, aunque el también -y conscientemente- se dejaba usar sin miramientos.

Como la Argentina, que en esos años pudo disfrazarse de revolucionaria gracias a las rentas que le ofrecía ser un emirato sojero, Maradona se convertiría en un protegido de los jeques árabes mientras adoptaba a Fidel como su segundo papá, sin por ello abandonar ni por un instante el amor por sus padres de sangre.

Argentino hasta la muerte

Fue el argentino más universal siendo cada vez más y más argentino, en lo bueno y en lo malo en dosis exactas. El genio individual, la picardía criolla, el meritorio esfuerzo, la conducción agónica y heroica del equipo exhausto de tantos combates, las piernas cortadas, que otros por supuesto le cortaron (como piensa todo argentino de sus propias culpas) para no dejarlo ser ni realizar su destino de grandeza, el amor a la familia, el no renegar jamás de su pobreza original y hasta reivindicarla como buen hijo del pueblo, la veneración a los padres, y -a veces- a los hijos mientras no lo jodieran demasiado en sus vicios y sus malas compañías, el ademán gestual de bronca y desafío como blandiendo el cuchillo del malevo contra el mundo todo o contra un enemigo imaginario, la felicidad del niño chico ante la pelota o el aplauso multitudinario de un pueblo que fue suyo, enteramente suyo, aunque Maradona no fuera enteramente de nadie, ni siquiera de sí mismo. Capaz de producir y producirse la más inmensa de las alegrías, pero siempre a borde de hacerse el peor de los daños. La expresión multitudinaria de una Argentina que sigue no queriendo ser.

Un velorio fatal

Pocos penetraron el corazón popular como Maradona. La Argentina de los finales del siglo XX y la del siglo XXI en más de un modo se hizo a su medida. No es que el influyera directamente en el hacer político, sino que la política intentó ser maradoniana, pero Maradoniana sin su genio, maradoniana en su declive.

Y ese mismo dibujo cultural se reiteró en su despedida de la vida. En ese velorio fallido que fue una mezcla atiborrada de la trascendencia histórica del Diego y de la más vulgar de las politiquerías. Multitudes despidiendo a su ídolo amuchados sin precauciones ni recaudo alguno frente a la pandemia. Barras bravas y políticos disputándose la conducción del adios logrando solamente el caos. De la cuarentena más grande del mundo a la apertura más absoluta. En fin, las torpezas infinitas de un poder utilizador que ni siquiera sabe utilizar. Maradona expresando después de muerto las mismas contradicciones que expresó en vida. No obstante, es como que el Diego con ese entierro desastroso haya dejado en la tierra todo lo que de él es olvidable, y desprendiéndose de lo anecdótico marchase al otro mundo solo acompañado de lo que lo hizo grande.

Maradona y Borges

Maradona fue la expresión más cabal del que pintando su aldea pintó el mundo representando todo aquello argentino que se podía universalizar. La otra cara de la misma moneda fue Borges, que no pintó su aldea ni siquiera cuando hablaba de las cosas de su aldea. Todo en él fue universal, hasta la Argentina.

Esos dos espíritus, que no solo existen en la Argentina, en la Argentina alcanzan sus gradaciones más extremas. Eso le da especificidad al país. Y la otra cosa que nos da especificidad es la imposibilidad de esos dos modos de ser de hallar alguna síntesis posible. O de acordar un modo de convivir entre ellos. En la Argentina es muy difícil el encuentro entre esos dos modos de pensar pese a ser los dos productos argentinos cabales. Somos más capaces de universalizar ambas formas de ser, de proyectarlas al mundo que de re-unirlas en su lugar de origen. El que murió esta semana es la expresión más acabada de uno de esos dos modos de ser hasta ahora inconciliables. Aunque, y valga la paradoja, no pertenezca solo a la mitad de los argentinos, sino de hecho a todos. Todos somos maradoniamos y borgianos pero seguimos insistiendo en no aceptarlo. Por eso seguimos teniendo un país que todavía no puede llegar a ser.

La película de Diego en la eternidad

Si existe el cielo, Diego -sentado junto a Gardel y Perón- ya debe haber sido convocado por el mismísimo Leonardo Favio para filmar su vida desde la eternidad, ya que no pudo hacerlo desde la mortalidad. Como Juan Moreira, ese bandido vago y malentretenido en el cual los humildes depositaban su sed de justicia. O como ese Nazareno Cruz que sólo quería amar, siendo el amor lo único que tenía vedado por el destino, so pena de convertirse en lobizón. O como ese Gatica con sus glorias sublimes y sus tristezas infinitas, que murió malamente, deteriorado como el Diego.

Demasiado para un hombre solo

Mientras tanto, acá abajo, nadie lo sabe pero quizá sea este 25 de noviembre -el día en que Maradona pasó a la eternidad- el fin de una Argentina y el inicio de otra. Donde ya no carguemos en uno solo la carga de nuestra tan complicada identidad. Lo que el destino le encargó a Maradona fue demasiado para un hombre solo. Por eso el peso de tamaña carga lo terminó venciendo (hace ya décadas que lo venía venciendo) y quizá por eso nos va como nos va.

Ahora, sin Maradona, deberíamos probar de construir un país donde seamos capaces de vivir sin depositar en ningún ser divinizado la identidad que tanto nos pesa y a la que debemos a la vez asumir y superar. Ni negarla porque es imposible, ni conformarse con ella así como está, porque es mucho lo que necesita cambiar para que nos podamos realizar y encontrar nuestro lugar en el mundo.

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