En algo coinciden los candidatos del balotaje: hoy comenzará un cambio. Terminará, en términos políticos y sepultado por los votos, el gobierno que encabezan Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Queda como herencia una crisis económica explosiva y una situación social de fragilidad extrema. Como en el derrumbe de la convertibilidad, a principios de siglo, los niveles de pobreza e indigencia se han disparado hasta deglutir a la mitad de la población.
Pero las peores consecuencias de esa crisis todavía no se han visto. La política demoró un año en elegir la capitanía de un barco que venía a la deriva. Todavía falta enfrentar la evidencia del naufragio. Si alguien cree que esta noche concluyen los problemas, tal vez convenga sacudirle la modorra porque mañana recién van a comenzar. Con una inflación como la actual, agravada por el gasto faraónico que el Gobierno expandió para intentar su supervivencia, todo lo que se verá en el horizonte será ajuste, restricción, más sacrificio impuesto por el choque inevitable con la realidad.
La reacción desesperada del oficialismo por perpetuarse le ha añadido a la crisis económica y social un componente institucional de primer orden: el Gobierno propone que lo sigan votando porque no estaría en juego esta vez sólo su reconocida ineptitud para la gestión, sino la estabilidad del sistema democrático por cuyas reglas cuatro veces llegó al poder durante los últimos 20 años.
De modo que el oficialismo, devastado ante la evidencia de que no tiene una gestión económica, social e institucional mínimamente aceptable para defender ante los votantes, resolvió convertir la elección sobre la continuidad o el cambio de gobierno, en un plebiscito sobre el sistema de convivencia. Según su planteo, no se estaría votando hoy un cambio de gobierno, sino un cambio de régimen político. Con ese objetivo alentó primero y fustigó después la aparición de una alternativa partidaria cuya narrativa diera lugar a una extrapolación lo suficientemente drástica como para hacer creíble aquel planteo.
Todos quienes votaron al actual Gobierno y lo defendieron siempre -de manera más o menos silente- salieron en los tramos finales de la campaña a actuar, según sus términos, en defensa del sistema; violentando incluso, al amparo de tan elevado propósito, las normas más elementales de neutralidad del Estado. Toda la estructura del Estado se tiñó de un accionar faccioso porque, según la particular interpretación del oficialismo, las reglas de juego democráticas no admiten la competencia de actores “a la derecha” del gobierno actual. La narrativa utilizada es una que el oficialismo ya supo ensayar en su momento para justificar algunas derivas autoritarias propias.
Ese relato sostiene que está bajo amenaza, en una disyuntiva histórica irremediable, el consenso democrático de 1983. En verdad, ese consenso tuvo varias evoluciones (e involuciones) desde su formulación en tiempos de la transición de salida de la última dictadura militar. Tuvo al menos dos acepciones bastante diferenciadas. Para un sector de la sociedad, ese consenso era el de la restauración del Estado de Derecho; un acuerdo generalizado en torno al vigoroso contenido político que implicaba y proyectaba por sí mismo el respeto irrestricto de la Constitución Nacional. Para otro sector, ese mismo consenso significaba otra cosa: la reivindicación del proyecto de “democracia colectivista” impulsado en 1973 y abortado a poco de iniciar por el gobierno de Juan Perón (y todos quienes lo sucedieron desde entonces) hasta el triunfo electoral de Néstor Kirchner en 2003.
Esta narrativa que nació con el estigma de un antagonismo (más que admitido, provocado desde su lógica constitutiva) propone para la elección de hoy el arco iris de la unanimidad, en una acción sistémica supuestamente autodefensiva. El mero hecho de que ese relato tenga que implorar los favores de una mayoría, arrancando desde un tercio exhausto que arrojó la primera vuelta, debería controvertir su aspiración de unanimidad. Es evidente que la “insatisfacción democrática” (sobre la cual le gusta disertar a Cristina Kirchner) tiene a ese relato tan restrictivo del consenso de 1983 y la unidad nacional entre los destinatarios principalísimos del mensaje sobre la credibilidad perdida.
Coincidencia
Lo curioso del caso es que esa construcción discursiva se alimenta de los enunciados y gestos que durante su veloz ascenso político tuvo quien es hoy el principal referente de oposición. Las fuerzas políticas opositoras que se presentan en sumatoria aluvional para el balotaje también advierten sobre el riesgo de un paso transgresor de la democracia hacia la autocracia. A su modo, también alimentan la argumentación sobre una degradación sistémica, un desliz inevitable en dirección a un cambio de régimen político.
En el último tramo de campaña, esa advertencia tomó la forma de alerta sobre conductas fraudulentas que podrían desvirtuar el sentido del voto. Sobre esos señalamientos convendría sugerir las dosis adecuadas de prudencia. Es cierto que el oficialismo usó el Estado durante la campaña de una manera genéricamente facciosa y fraudulenta. Lo que sucedió y no fue denunciado, lamentablemente irá camino a la preclusión de instancia. Pero el fraude comicial es una conducta específica cuyas manifestaciones están tipificadas en la normativa electoral. Dicho en otros términos: un político engañoso y fraudulento no necesariamente llega al gobierno mediante un fraude electoral. Vale por igual para los seguidores de cualquiera de los dos litigantes del balotaje.
La elección de hoy será, en efecto, un plebiscito. Para los votantes de Milei, en favor o en contra del Gobierno. Para los votantes de Sergio Massa, en favor o en contra de Javier Milei. Por sí o por no, será el plebiscito de un cambio que la sociedad no debería enfrentar con miedo. “El miedo, decía Manuel Belgrano, sólo sirve para perderlo todo”.
Una vez resuelto el pleito, comenzarán los problemas que impone la realidad. Se verá entonces si los dos bloques que hoy se enfrentan, en el momento extremo de la polarización, se mantienen consistentes. O si la unidad forzosa de ambos bandos para la segunda vuelta le abre el camino a la diversidad asordinada.
O a la simple y llana fragmentación.