En Argentina, hasta la palabra escrita vocifera. En ambos lados de la grieta, los dueños de certezas absolutas levantan el tono. Los discursos se atiborran de adjetivos y advierten a los moderados de sus respectivos lados que “a los tibios los vomita Dios”. Hay más desprecio por el dialoguista del espacio propio que por el “jihadista” del otro espacio. Describen la moderación como “traición”.
Sin embargo, mientras crecen las audiencias que consumen exacerbación, las encuestas muestran una tendencia inversa: se derrumban los dos líderes que más expresan la confrontación, Cristina Fernández y Mauricio Macri, y crecen los dirigentes que dialogan, gestionan con eficacia y evitan confrontar: Horacio Rodríguez Larreta y Diego Santilli.
Macri reconfirma su indigencia conceptual publicando una columna que irradia maniqueísmo y así se lo señalan, desde un lúcido y creíble intelectual como Alejandro Katz, hasta Jaime Durán Barba, el publicista que había confeccionado el traje de pragmatismo para ocultar las carencias de quien lo vestía.
La abrupta caída de la vicepresidenta en las encuestas ocurrió a la par del proceso que Martín Lousteau describió diciendo “se impuso la agenda de Cristina”. Y si bien la debacle de la economía impacta sobre la imagen del presidente, el descenso de Alberto Fernández parece causado, principalmente, por la creciente sensación de que Cristina logró “cristinizarlo” ni bien los números de la pandemia dejaron de lucir bien en las filminas.
Las mediciones de audiencia parecen estar premiando la exacerbación que las encuestas parecen estar castigando. Lo que resulta claro es que la Argentina exacerbada impide la pulseada profunda de los dos espíritus contrapuestos que nutren al Estado de Derecho.
Esa pulseada se ve claramente en la Corte Suprema de Estados Unidos y se hace más visible cuando uno de los espíritus políticos intenta jugarle sucio al otro, para abolirlo. Como está ocurriendo ahora.
Ruth Bader Guinsburg acababa de morir y Donald Trump se lanzó a ocupar su asiento con una figura ultraconservadora. La jueza suprema era, además de una jurista brillante, un ícono del progresismo en el campo del Derecho, donde aportó leyes que construyeron igualdad de género y equidad en otros órdenes. Trump y los ultraconservadores no pudieron siquiera guardar las formas. Sin disimular su euforia, se lanzaron a generar el desequilibrio que empobrecerá el Estado de Derecho.
En la composición de la Suprema Corte está el instrumento clave del equilibrio en la diversidad, porque una democracia es un sistema de leyes. Es allí donde pulsean los dos espíritus políticos: el conservador y el progresista. Allí es donde deben interactuar sin intentar la aniquilación del “otro”. Pero el populismo conservador “va por todo” y, a pocas semanas de las elecciones, procura un desequilibrio reaccionario.
Los mismos senadores que a Barak Obama le impidieron designar al sucesor del juez Antony Scalia porque “la tradición” impone que lo designe el siguiente gobierno, ahora apuran la sucesión de Bader Guinsburg. Pero cuando murió Scalia faltaba casi un año para la elección. Ahora sólo faltan pocas semanas.
Lindsy Graham, de Carolina del Sur, justifica la ofensiva evocando la obstrucción demócrata a la designación de Brett Kavanaugh por parte del recién asumido Trump. La actitud del conservadurismo visibiliza el escenario clave y el debate más profundo del Estado de Derecho: la conformación de la Corte y la contraposición entre espíritu liberal y espíritu conservador.
En su momento fue un avance superar la “Corte de amigos” del menemismo, por una Corte prestigiosa. Ahora, el país está viendo la búsqueda de jueces meramente funcionales. La enriquecedora pulseada entre el espíritu conservador y el espíritu progresista, queda desplazada por la pulsada entre amigos y enemigos. El país sigue atrapado en la disyuntiva peronismo-antiperonismo. Y así como al conservadurismo democrático norteamericano lo secuestró el ultra-conservadurismo reaccionario, que es populismo derechista, al “peronismo republicano” lo mantiene a raya la vicepresidenta.
Ese peronismo se acobarda y guarda silencio. Ni siquiera se atreve a refutar las bajadas de línea que hacen las usinas kirchneristas. La última dice que es bueno que las empresas extranjeras se vayan porque sacan dinero del país. El peronismo no kirchnerista podría, por ejemplo, recordarles que Perón y el Brigadier San Martín fueron quienes negociaron con el empresario norteamericano Henry Kaiser para que invierta en Argentina. Así nació IKA en Córdoba. También gestionaron con la empresa de la familia Agnelli la inversión que hizo nacer Fiat Concord.
En un lado de la grieta, el griterío ideologizado acobarda al peronismo moderado y, en el otro, levanta el tono la “demagogia libertista” que justifica las masivas inconductas de la gente que aceleran la propagación del virus.
Sucede que, en la Argentina exacerbada, hasta la palabra escrita vocifera.