El despojo no sabe de pandemias ni cuarentenas

En Argentina, mientras la mayoría de los ciudadanos permanecen en aislamiento durante la cuarentena, las actividades extractivas intensifican su actividad y se afianzan en el discurso público, como las salvadoras de la crisis.

El despojo no sabe de pandemias ni cuarentenas
Esta crisis epocal de matriz socio ecológica nos convoca a reconciliarnos con la naturaleza y a respetar las formas de vida y la cultura de los pueblos.

La extrañeza que nos habita por estos días, mezcla compleja de rutinas modificadas, reducción de movimientos y prácticas espaciales en todos los órdenes de la vida y de afectación de nuestra naturaleza gregaria, no ha sido así para todos en la Argentina de esta larga cuarentena.

Mientras una gran parte de los ciudadanos nos hemos mantenido en aislamiento, a la espera de que el huracán pandémico se fuera extinguiendo, algunos sectores de la economía declarados “esenciales” por el gobierno, como el agronegocio, la megaminería o la actividad forestal, han seguido a su ritmo, lejos de la celosa mirada de los colectivos socioambientales.

Hace apenas unos días, la organización ambientalista Greenpeace denunciaba ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que durante el ASPO, se habían deforestado 21.275 hectáreas de bosques nativos en las provincias de Santiago del Estero, Salta, Formosa y Chaco, incrementando la presión sobre ecosistemas vitales para especies en riesgo. Una muestra apenas de un largo proceso de despojo que, según la misma agrupación, en los últimos treinta años lleva arrasadas ocho millones de hectáreas de bosques nativos, con el sólo fin de ampliar al infinito la frontera del agronegocio.

Desde 1996, fecha en que se aprobó la introducción en la Argentina de la primera semilla de soja modificada genéticamente, la superficie cultivada con esta oleaginosa pasó de 6 a 20 millones de hectáreas. Desde entonces, el mapa de la soja comenzó a expandirse como mancha de aceite hacia las provincias del norte argentino, promoviendo el desalojo de comunidades campesinas e indígenas, además de producir devastadores efectos sobre el ambiente.

En plena pandemia, las señales parecen estar orientadas a la profundización de este modelo de avasallamiento, destrucción y muerte. En abril pasado, el Ministerio de Relaciones Exteriores anunció la reducción de aranceles para la importación de insumos que se utilizan en la fabricación de potentes herbicidas como la atrazina y el glifosato.

Las escuelas rurales conocen mejor que nadie el efecto de estos tóxicos sobre la salud de las personas. Por su localización próxima a campos de cultivo, se han visto asediadas por el efecto de este caldo contaminante (con más de 5.000 escuelas afectadas en sólo cuatro provincias).

En una nota periodística publicada recientemente por Silvana Melo, cuenta que durante la cuarentena, cuando una maestra rural de Baradero hizo una recorrida para visitar a sus alumnos, luego de cien días de aislamiento, a la primera familia que visitó la encontró con las puertas y ventanas cerradas, porque en los alrededores de la casa habían estado toda la mañana fumigando. El temor a los agrotóxicos era aún superior al producido por el Covid-19.

Los mecanismos de despojo también llegaron bajo la forma de incendios intencionales en las islas del Delta, con focos localizados entre Paraná y Puerto Gaboto, en las Islas Lechiguanas y en el bajo delta, entre San Pedro y Campana. Estos incendios que afectan a ecosistemas de humedales, y toda su rica biodiversidad, impactan también sobre la actividad de pequeños productores de miel que pierden sus colmenas y los pescadores por la contaminación que provocan las cenizas, todo ello en un contexto de sequía y bajante extraordinaria del río. ¿Cuál es el propósito? Los productores ganaderos expulsados de tierras más productivas por el avance de las plantaciones de soja, desarrollan una ganadería más intensiva en las islas, y para ello, aplican masivamente las prácticas del “rozado” con el fin de asegurarse pastos tiernos para el pastoreo de primavera, aunque también se habla de actores menos visibles, que impulsan proyectos inmobiliarios y turísticos en las islas.

La minería también ha hecho lo propio en este tiempo. A mediados de mayo, en Chubut, provincia en la que sus habitantes ratificaron recientemente su oposición a la minería, se anunció la conformación de un joint venture entre la empresa Yamana Gold con la participación del grupo IRSA, para la extracción de oro en el proyecto Suyai. Un nombre nuevo para un viejo Proyecto: Cordón Esquel, rechazado por consulta popular en 2003, por el 82% de la comunidad. Días después, dos empresas canadienses Mirasol y Golden Opportunity Resources anunciaron una inversión de 6 millones de dólares para desarrollar el proyecto Virginia Silver, para la extracción de oro y plata. Salta, tampoco escapó a los anuncios de cuarentena, la canadiense Barrick Gold concretó un acuerdo con la norteamericana Golden Minerals para adquirir el 70% del proyecto minero El Quevar, para la explotación de plata, plomo y zinc.

Hasta aquí, lo que ya conocemos: el extractivismo no sabe, ni quiere saber de cuarentenas o pandemias, por el contrario, en medio del estupor de este tiempo, encontró un nicho de oportunidad para fortalecerse. Sin embargo, esta crisis epocal de matriz socio ecológica nos convoca, tal vez como nunca antes, a reconciliarnos con la naturaleza y a respetar las formas de vida y la cultura de los pueblos, a riesgo que como Ícaro, el mundo que conocemos vuele alto y decidido hacia el sol de su autodestrucción.

*La autora es Geógrafa. Profesora titular, Departamento de Geografía, FaHCE (UNLP)

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